sábado, 1 de diciembre de 2007

Ciudadano de una Metrópolis


La fusión de disciplinas artísticas en Metrópolis Video/Danza se logra de manera implícita. Porque cuando me enfrento a este "video de danza" —como algunos podrían llamar— no soy capaz de distinguir qué va primero. Si la danza o el video. Si la presentación multimedia o la multi-artística. La propuesta, tremendamente audaz en su formato, no sólo pretende potenciar las posibilidades de una coreografía de danza. Usando un lenguaje iconográfico muy sarcástico, violento, a ratos incluso hasta agresivo, el montaje demuestra que aún hay mucho terreno por explorar en la danza. Y en el cine también.


La soberbia, la agresividad, la arrogancia, el egoísmo. El sistema en el que hoy día estamos insertos. Y del que, sin saberlo, tenemos sentido de pertenencia. La inercia del hombre, del hombre que por naturaleza busca el poder. De los hombres, porque vivimos en una sociedad de masas, que crea, como en una máquina, intelectos pre armados. Metrópolis Video/Danza justamente hace un recorrido por todos los escalafones que pasaríamos para alcanzar el éxito, ese que está ligado al poder. Ese que invita a enviciarse con él. Y del que se escapa la conciencia racional. El último escalafón, de hecho, estaría ocupado por los poseedores del poder político a nivel mundial y sería algo así como extraterrenal. Casi imposible de alcanzar por humanos comunes y corrientes.

Haciendo referencia, por medio de iconos, a la industria, a la política, a la economía, incluso hasta a los medios de comunicación, esta Video/Danza es capaz de plasmar en los cuerpos de las cuatro protagonistas del montaje, un lenguaje sumamente agresivo, crítico, alejado a las posibilidades que una danza tradicional podría ofrecer. Y se vale de la multimedia, —esa que paradójicamente tanto critica en la puesta en escena— para acentuar la ira, el estrés, la depresión, la soledad, el agitado paso del tiempo. Tópicos que, en sospechosa exageración, terminan siendo parte del lenguaje común para los que se sienten, y los que no también, ciudadanos de una Metrópolis. De la Gran Metrópolis.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Auto-fotografías de Robert Frank

Fue de los pioneros en humanizar la fotografía documental. Como cité hace un tiempo atrás en una columna, el fotógrafo chileno Juan Domingo Marinello dice que la fotografía es una “proyección de la personalidad de su propio autor”. Bajo este precepto, todos los fotógrafos plasmarían algo de subjetividad en sus trabajos. Y pienso que es así. Pero, ¿qué hay de documentar visualmente con mensajes -a veces sólo palabras- que entreguen una idea preconcebida de lo que estoy informando? Son pocos los fotógrafos que se han atrevido a insertar el lenguaje en sus trabajos. Este recurso, entre otros más, hace de la obra de Robert Frank un legado “histórico autobiográfico”. Un anecdotario personal que, de paso, nos demuestra que la cotidianeidad a veces no existe.

Una mesera agotada, me imagino, después de un largo día de trabajo. Mujeres, desde el otro lado del mesón, tomándose un café, un té, una leche, lo que sea. Comiéndose un sándwich. Situaciones absolutamente rutinarias que parecieran salir del consciente colectivo cuando se trasladan, capturadas, a un salón en donde se expone arte.
Robert Frank se atrevió a quitarle lo referencial a una fotografía. Destacan en su obra imágenes desenfocadas, sin el sentido que la escuela academicista había transmitido por años a sus contemporáneos. Pero, por qué olvidarse de la simetría, de los planos, de la configuración de una imagen, para hacer fotografía documental. Frank declaró en alguna entrevista, que la incorrección en la fotografía es, en la mayoría de los casos, la mejor técnica para hacer una representación fiel de la realidad. De la realidad como es. Es como cuando los impresionistas se inspiraron en la técnica fotográfica para poder representar el mundo. Bastaría recordar las bailarinas de Degas paralizadas en sus descansos e, incluso, recortadas por el pintor en algunos de sus cuadros, y no como el canon artístico clasicista las había retratado hasta el momento.

Cuando hablo de subjetividad dentro de su obra, me anticipo a uno de los recursos más renombrados del autor: El fotógrafo dentro de su foto. El fotógrafo y, a veces también, su esposa y sus hijos. Y aunque no sea un recurso original de Frank (Recuerdo haber visitado, hace años atrás, una exposición de fotos de la mexicana Tina Modotti repartida en dos salones. En uno de ellos se presentaba la vida de la artista, compilada en fotos personales), ni él, ni su esposa, ni sus hijos parecieran posar para las fotos. Incluso, los retratados, parecieran no advertir el momento en el que el flash los paraliza. Es desde los 60 que Robert Frank apuesta por esta rama autobiográfica en la fotografía -además del uso de textos sobre el papel-, para confundir al receptor. Confundirlo porque se vuelve imposible distinguir entre el sujeto que sale en la foto y el yo-artista que razona antes de presionar el click de la cámara. Esta técnica ha sido definida por expertos como “autobiografía visual”.

Algo similar ocurre cuando leo la palabra «Sick of goodbys» en una foto. Cuando distingo una palabra, un mensaje, incluso un icono, en la imagen. Insertar texto y/o iconos es un gran desafío para el fotógrafo. Es entregar, en las manos del receptor, una idea preconcebida de la realidad. Es desviarnos la vista. Es obligarnos a entender la imagen a partir del sentido que este yo-artista tuvo cuando -convertido en el sujeto- se pintó los dedos y empezó a escribir. Para nosotros.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Re-reinterpretaciones

El recurso meta pictórico -el pintor dentro del cuadro- de «Las Meninas» no se queda sólo en la técnica. Velásquez, apelando a la teoría platónica del espejo, reflexiona acerca de la capacidad de un artista de interpretar la naturaleza. Pero esta reflexión no se quedó ahí. Siglos después de su aparición, Picasso la retomó dándole vida a «Meninas» de atributos cubistas en 58 lienzos. Hoy día, en el actual «Homenaje a Picasso», que se está presentando en el MNBA hasta finales de enero, el británico Richard Hamilton parafrasea la reinterpretación del cubista. “Picasso’s Meninas” cuestiona lo mismo que, inicialmente, cuestionó Velásquez. Una suerte de re-reinterpretación de la naturaleza, en este caso pictórica, que nos hace recordar las primeras motivaciones del arte.

¿Qué hace en un «Homenaje a Picasso» un parafraseo a Velásquez? Para saberlo es necesario tener en cuenta que Picasso fue defensor, a morir, de los movimientos clasicistas dentro del arte y que esta afición lo llevó, incluso, a pintar 58 reinterpretaciones, en formato cubista, de «Las Meninas» de Velásquez. Pero y por qué «Las Meninas» y no otro icono del arte barroco español o del arte renacentista o del surrealista o de cualquier tipo de arte?



Según las corrientes más academicistas, el arte nace con la misión de reproducir la naturaleza a partir de una necesaria interpretación de la realidad por parte de artista. La gran gracia del original de «Las Meninas», es esta suerte de juego de astucia que propone el mismo Velásquez al receptor. Porque el pintor integra al cuadro a quien lo está mirando. Velásquez se retrata a él mismo dentro del lienzo. Y la pareja de reyes que se distingue en un espejo del fondo, sería la que está, como nosotros, al frente del lienzo. Incluso, sus bustos serían los retratados por el español dentro del cuadro. Qué hay en este cuadro si no el proceso de reproducción de la realidad a manos del artista a vista de todos. Cualquiera puede ver -sintiéndose parte el proceso- cómo un pintor pinta la realidad que tiene frente a sus ojos.


Picasso, en sus 58 versiones de la misma obra, retoma la idea de la reproducción de la realidad pero la usa para plantear, como todo artista moderno, la inexistencia de una realidad única palpable por el hombre, de una representativa del mundo, de una inmortal a los sentidos humanos. Es, quizás, el mismo discurso del que se hizo poseedor Hamilton con su parafraseo a Picasso. Ambos pintores defienden la visión heraclitiana del mundo, la del constante cambio en torno a la representatividad de mundo. El conflicto aquí es el objeto del parafraseo. Porque Hamilton dibujó a Picasso y no a Velásquez dentro del cuadro. Porque hizo merecedor a Picasso de la composición de los reyes Felipe IV y Mariana. ¿Qué es el arte si no una fiel reproducción de la naturaleza?, ¿y qué es la naturaleza si no el resultado de una paráfrasis que no da créditos al pasado?

jueves, 4 de octubre de 2007

domingo, 26 de agosto de 2007

Raúl Álvarez en el MNBA hasta el 30/09

Observar una foto e imaginarse los dos ojos que debieron estar detrás del lente que la captó, es un ejercicio que pocos hacen. El proceso de creación en un artista como el fotógrafo, pienso, recae en la capacidad de seleccionar una escena de todo el espectro y, con ella, poder comunicar. Que la subjetividad que el fotógrafo plasma en su creación no se quede sólo en el manejo de la técnica (luces, ángulos, distancias, entre otros). Que la fotografía, como dice el fotógrafo Juan Domingo Marinello, sea una proyección de la personalidad de su propio autor.

Es esta misma reflexión -la de la pertenencia entre lo fotografiado y la del momento histórico que está viviendo el sujeto tras bambalinas- la que vuelve valioso el trabajo de Raúl Álvarez. El fotógrafo chileno no sólo le hizo el frente a la compleja tecnología fotográfica de años 50, si no supo hacer de sus trabajos un fiel testimonio de sus vivencias. Porque como no existe la imparcialidad en el testimonio escrito de nuestro pasado histórico, tampoco la existe en el registro gráfico. Hay personas detrás del lente que quisieron abrirnos los ojos y ponernos alerta de algo en específico. Que quisieron hablarnos con una foto y que nosotros debemos aprender a escuchar.

Es así como el fotoperiodismo se convierte en la proyección de un momento, lugar y espacio, desde los ojos de una persona conciente de la fugacidad del tiempo. Ser el testimonio visible de un momento en la historia de la humanidad y así asegurarse de su subsistencia, fueron las primeras promesas que hizo al mundo este arte. Promesas que por lo menos Álvarez, supo cómo cumplir.

Violeta Parra. Fotografia captada por Raúl Álvarez en diciembre de 1966.


miércoles, 1 de agosto de 2007

Cautivas del tiempo en el MNBA

Cuando entré a la sala Matta me pasó algo raro. Ya. Nos mandan –a los estudiantes de periodismo- a buscar historias, anécdotas en personajes comunes y corrientes, en mortales que tienen un oficio, que practican una profesión. Busquemos la forma de ser cuidadosos al entrevistar, desenredémosle la historia de su vida a la cajera del supermercado, preguntémosle qué opina del Transantiago a un ascensorista del centro. Reporteemos casos singulares para poder así mostrar qué está pasando a nuestro alrededor, cuáles son -por ejemplo- los problemas que afectan a un gran grupo de la población a partir de las vivencias de un individuo. Ahora, qué pasa cuando entro a la sala Matta y casi 60 miradas me cuentan las historias de sus vidas, me cuentan anécdotas, me dan fe de una gran problemática que afecta a un gran grupo de la población, sin que yo necesite hacerles una entrevista, sin que necesite preguntarles nada, sin que yo pueda siquiera hablar con ellas.

Raro. Raro es que yo las mire y pueda saber qué ha fijado en ellas la mirada con la que atacan, con la que se defienden del flash que las dejó paralizadas en una tela. Prejuicios, estamos llenos de prejuicios. Cuando me dicen que voy a ver casi 60 retratos de mujeres que -hoy día- están reclusas en la penitenciaria, me imagino caras con tajos, bocas sin dientes, hombros tatuados, orejas, narices y cejas perforadas. Mujeres que han atentado contra el código de la legalidad en nuestro país, que han sido tremendamente insurrectas de las normas que mueven a la sociedad y que aún así no tienen problemas para mirar de frente, para mirar a los ojos, para posarle a un flash.

Enfrentarse a un retrato cualquiera es muy diferente a hacerlo a uno que, explícitamente, hace referencia a algo. Ejemplo (que lo saco de uno de los cuadros explicativos de la exposición): tengo el rostro de un hombre viejo que ha sido fotografiado poco antes de fallecer. Pobre hombre, pienso, pobre tipo que se va a morir. Veo cómo la cara agoniza al mismo tiempo que su cuerpo, veo cómo la muerte se le asoma por los ojos. Siento lástima, pena por él. Pobre hombre enfermo, que no sabe -en el momento en que le sacaron la foto- que se morirá. Si no sé que se murió, que más da, nada de la muerte asomándosele por los ojos, nada de la cara agonizante: estoy frente a un viejo común y corriente, arrugado y canoso, como todos los que existen.

Precisamente la exposición «Cautivas», del fotógrafo chileno Jorge Brentmayer, que se está dando en el Bellas Artes, pretende “descautivar” a las mujeres de la penitenciaria que están presas del cuerpo. Pretende sacarnos los prejuicios de encima. Mostrarnos una cara sin contarnos una historia antes. Pretende mostrar rostros de mujeres chilenas, rostros de mujeres que no han sido concebidos bajo un concepto comercial, rostros que no venden en ningún lado, caras en su mayoría desmaquilladas, descuidadas.

Aún así es difícil enfrentarse al retrato y no tropezar con el título de la exposición. Cuando veo a las mujeres, rápidamente empiezo a imaginarme la situación que las llevó a estar presas. Me es difícil mirarlas como mujeres “chilenas” y quedarme ahí, quedarme en los rasgos que -por una larga historia de antepasados- han fijado un color en la piel del chileno común y responder, entonces, la siguiente pregunta: cómo son los rostros de las mujeres chilenas.

Yo por lo menos me imaginé agudos chillidos en el zamarreo con los carabineros cuando las debieron haber apresado, vi cómo –seguramente- garabateaban a gritos y lloraban amarradas a los barrotes de su celda, me imaginé cómo movían las cejas y la boca cuando maldecían a los que las habían delatado, cómo les entrecerraban los ojos en señal de intimidación. Vi homicidios, hurtos, parricidios, secuestros en los ojos de ellas.

Sabemos que las huellas del tiempo se van acomodando, en silencio, sobre nuestro rostro. Pero no sólo las huellas del tiempo, también las del corazón, las de los sufrimientos, las de las alegrías.
Sus caras contracturadas, arrugadas, con las marcas de un arrollador acné en los pómulos, eran parte de las huellas de un -seguro- sufrimiento impregnado de por vida en su piel.

Es difícil, muy difícil, sacarse los prejuicios de encima y hacer callar un poco la propia mente para poder “escuchar”. Porque quizás las palabras que se oyen en el primer contacto con los ojos de estas mujeres, son las mías y no las de ellas, son el impulso que tengo de ponerles, a presión, la palma de mi mano sobre sus bocas y no dejarlas hablar. Y hacerlas callar. A no dejar que me expliquen qué las llevó a hacer lo que hicieron, a no dejar que me cuenten qué dramas familiares cargan sobre sus hombros, qué vacíos emocionales las hicieron actuar de esa forma. A no dejarlas pedir una segunda oportunidad, a no dejarlas hablar como mujeres comunes y corrientes que reclaman ser.

Y quizás se trata de dejar que sí, de aceptar que se “descautivaron” en el segundo en el que el flash las fotografió, a que pudieron hablar con los ojos, a que quizás algunas quisieron clamar justicia, pedir siquiera perdón. O quizás no. A que por el segundo que duró prendido el flash de la cámara, dejaron de ser cautivas del tiempo en un poco más de un metro cuadrado y pasaron a ser mujeres, mujeres de rostros y cabellos descuidados quizás, pero mujeres al fin y al cabo.

jueves, 26 de julio de 2007

Hay caras que nunca se olvidan

Hay caras que nunca se olvidan. No sé si habrán sido especialmente sus ojos pero desde que lo vi, y sólo lo he visto una vez, su rostro se me viene a la mente varias veces al día. Quizás son sus ojos sobretodo. Sí, sus ojos deben ser. Quizás por eso no me puedo olvidar de su cara, porque cuando lo miré, él también me miró. Me miró y sentí, quizás por primera vez, que sí podía mantener mis ojos sostenidos en otros. Y al principio no me incomodaba. Al contrario, me gustaba. Me gustaba sentir que con los ojos hablábamos, que los ojos eran las palabras, que un pestañeo era como un abrir y cerrar de la boca, como un estirar y apretar de los labios. Porque hay palabras que no se modulan, que sólo se escuchan y ya ni era necesario escucharlas. Podía sentir cómo sus ojos hablaban con los míos. “Hola”, “hola”, “sé quién eres”, “yo también”. Luego algo extraño en su mirada, quizás tan sólo la respuesta a algo extraño en mi mirada, que me hizo bajar la cabeza y perder la vista en algo que no había en el suelo. No sé si habré sonrojado. Lo más probable es que sí y que él también. O quizás no. Quizás él nunca sonrojó y quizás me siguió mirando fijamente. Quizás me siguió mirando mientras yo sonreía mirando algo que no había en el suelo. Entonces pensé en todo lo que él podía estar pensando de mí y me empecé a ver a mí misma y no a él. Me perdí en mi mirada, en el recuerdo que tengo de mis ojos todas las veces que me he mirado en el espejo. Me empecé a ver a mí mirando algo que no había en el suelo. Y me imaginé a mí evitando la mirada decidora del tipo, mirando hacia el suelo como si intentara hacerle el frente a una mirada intimidante. Me imaginé a mí sintiéndome acorralada por unos ojos anónimos y demostrándolo con mis ojos, con mi mirada. Me enredé en lo que él podía estar pensando de mí y no en lo que yo realmente estaba pensando, en lo que estaba pensando mientras perdía mi vista en ningún lugar. Entonces actué según lo que el hombre podía estar pensando de mí y no según lo que yo realmente estaba pensando. Bajé la cabeza y perdí los ojos en algo que a él lo hiciera sentir anónimo, que a él lo hiciera sentir insignificante para mí, para mi vida.

No lo he vuelto a ver, no. Estoy segura. Y no sé si me gustaría volver a verlo. A veces me imagino sus ojos en los ojos de otro e intento pedirle perdón, intento pedirle una segunda oportunidad, decirle que sí, que fui una idiota al hacerlo sentir como -supongo- lo hice sentir. Aún así no sé si siento culpa. No, no creo. No, eso nunca. Qué más da. Lo más probable es que no lo vuelva a ver y qué más da. Está lleno de ojos en todas partes. Llenísimo. De miradas que quieren hablar, que hablan, que se escuchan entre ellas. Quizás lo vuelva a ver y pueda volver a sostener mis ojos con los suyos y continuar la conversación. “Hola”, “Hola, tú otra vez”, “Sí”, “¿Conversemos una vez más?”, “No”.

jueves, 19 de julio de 2007

Tomando/perdiendo el control

Me acuerdo perfectamente el día que mi papá le sacó las rueditas a mi primera bicicleta. Tengo grabado el segundo en el que, por primera vez en mi vida, yo tenía el control absoluto de mi cuerpo en el aire, en el aire y sin que mis piernas tocaran el suelo. Aquí entro a una encrucijada porque tengo dos versiones de este mismo hecho: una en que me veo a mí «desde afuera» y una en que me veo a mí desde «mí misma» (esta requirió más trabajo mental).

Sé perfectamente el lugar en donde aprendí a andar sin rueditas; camino y paso todos los días por ahí. Hoy día, caminando por ahí, puedo verme a mí misma arriba de la bicicleta, chillando de felicidad, cargando piñas de eucalipto en mi canastilla delantera y apretando fuerte una bocina que sonaba como corneta de cumpleaños. Luego me veo a mí misma ideando, desde el momento en que me subo a la bicicleta, la manera de frenar al borde de la vereda para poder terminar el viaje sin rodillas rasmilladas que lamentar.

Cuando intento mentalizarme desde «mí misma» en esa “primera vez”, en quien era yo a los seis, siete años, tengo la sensación de que en este terreno del que hablo, nacían de la nada montículos empinados y que era muy difícil llegar, llegar, llegar arriba y luego bajar sin perder el equilibrio; llegar, llegar, llegar y luego bajar. Tengo la sensación de haber andado a gran velocidad, esquivando pendientes muy altas, disfrutando y sufriendo a la vez; disfrutando de la emoción que era tener el control de mi cuerpo en el aire, sufriendo por haber alcanzado este mismo control por primera vez, por ya no poder contar con el auxilio de las rueditas a los lados, por tener que aceptar que el viaje en bicicleta iba a depender de mi adiestramiento del manubrio y de nada ni nadie más.

Es raro, lo de las dos versiones, obviamente influye mi edad y mi visión del mundo desde el metro y treinta centímetros que debo haber medido. También influye tanto el desgaste de la memoria como el haber visto, en el mismo lugar, a otras pequeñitas dando su primer paseo en bicicleta y confundir historias y versiones en estos últimos años.

Mi primera experiencia en un auto fue dramática, muy dramática. La primera vez que lo eché a andar, lo hice en reversa y sin saber diferenciar el embriague, del freno, del acelerador. Craso error: En el momento en que debí frenar, aceleré. Dos segundos después de haber puesto la reversa, yo estaba incrustada en el tronco del árbol del vecino. Minutos después de salir del auto, dije (con todos los vecinos de la cuadra llevándose la mano a la boca), tenía como 14 años, que no, que nunca más me iría subir a un auto, que “era mucho el control que tenía de mi vida arriba de un auto”. Recuerdo haber dicho estas palabras en la cocina de mi casa dirigiéndome a todos los que estaban ahí ese día, con mis tías abuelas halagando lo que yo decía con sonrisas tiesas, mirándome con cara de “qué hace esta mocosita hablando de la vida”. Luego vuelvo al momento en el que estaba arriba del auto, en el que ni siquiera el adiestramiento de un manubrio que alcancé después de hartos años de haber andado en bicicleta, me servía para evitar el accidente, en el que sentí el fuerte impacto del árbol con la maleta del auto, en el que incluso segundos después de que el motor se parara, no podía despegar mis manos del manubrio.

Hace poco también tuve un accidente, mucho más grande eso sí. Perdí el control del auto por sesenta metros a más de 80k/h y experimenté la misma sensación que las otras veces. El manubrio, supuestamente el eje conductor, el principal eje conductor del auto ya no conducía nada, se disparaba para todos lados y mi vida ya no dependía de mí, de mis decisiones, de mis experiencias de vida, de mi experiencia en el manejo. Mi vida pasaba como en una proyección de data show y el tiempo, adentro del auto, se detenía. El tiempo se detenía en el momento en el que mi vida se transformaba en una marioneta del destino, en el que me aferraba con todas mis fuerzas a un manubrio que ya no servía, en el que apretaba las dientes, en el que contraía el cuello, en el que el corazón golpeaba contra mi pecho y respiraba rápido, en el que sólo suplicaba. En el que sólo suplicaba que el auto frenara, que fuera frenando hasta llegar al borde de la vereda y así, poder bajarme tranquilamente, tocar la tierra fime con mis pies, terminar el viaje sin -mucho más que- un par de rodillas rasmilladas que lamentar.

Quizás la vida se reducía a eso, pensé en ese momento y aún lo pienso. A no confiarse en que siempre vamos a tener el control del manubrio, a que el precio de la libertad es caro pero que hay que saber pagarlo. Que hay que estar preparado a que los frenos a veces no frenen, a que el manubrio no siempre se pueda maniobrar y a que, aunque sea extremadamente difícil, hay que sacarle las rueditas a la bicicleta para aventurarse a vivir, a vivir de verdad.


sábado, 14 de julio de 2007

No a la planta de gas

Nunca he publicado ninguno de mis trabajos en este blog. No sé, no tengo claro por qué no me gusta hacerlo. Sin embargo hoy día haré una excepción. Y la excepción tiene un por qué. La noticia que anduve persiguiendo —bien de cerca— para el trabajo final de un ramo hace unas semanas atrás, en este minuto está empezando a tomar forma, mucha forma.
Quisiera mostrarles una verdad que está afectando a un tremendo grupo de personas, una verdad que apenas puede conseguirse un pie de página en un diario de difusión nacional y que, pienso, necesita de manera urgente empezar a conocerse. Creo que este es un problema que nos afecta directamente a todos, como ciudadanos, como defensores de no sólo nuestro entorno natural sino que además de la vida de cientos de personas.
La historia que les cuento es acerca de la posible (¡ahora más que nunca!) construcción de la planta de gas propano en la comuna de Peñalolén. Para los que estén interesados en profundizar acerca de la noticia, existe un sitio web (
www.noalaplantadegas.org) preparado por los vecinos de Peñalolén.

La nebulosa del gas
Cuando lo que hay en el aire no es tan transparente.
Por Muriel Alarcón

No se sabe si tenía o no el freno de mano puesto. El jeep, estacionado a metros de donde se construiría la planta de gas, había llevado a miembros de la Contraloría a inspeccionar, en terreno, el proyecto de Metrogas. Mientras caminaban por el lugar, el Hyundai Galloper se volcó sesenta metros cuesta abajo por un sendero ecológico. El vehículo, sin pasajeros adentro, quedó incrustado en la tierra. «No hubo heridos ni declaraciones de los que subieron», recuerda Poldi Furlan, testigo del accidente ocurrido hace un mes atrás.
Que el jeep se hubiera volcado, permite a Edgardo Gómez, vocero de los vecinos de Peñalolén, asegurar que el terreno no es apto para albergar estanques de gas. Camiones, de 22 toneladas y 16 metros de largo, subirían cada media hora por pendientes de hasta treinta grados, en pleno sector residencial, para abastecer a la planta. «Además se estacionarían casi que en el mismo lugar desde donde se cayó el jeep», añade Gómez. Y aunque Metrogas desmienta riesgos, Isabel Pla, concejal UDI de la comuna, opina todo lo contrario.

En su estudio de impacto, Metrogas no incluiría el riesgo de una eventual explosión de los camiones, porque la empresa externalizaría el servicio. «Si un camión explota, vamos a tener que ir a hablar directamente con “Juanito Pérez”, el chofer, para pedirle explicaciones por vidas que haya que lamentar», asegura Pla.

Furlan trabaja hace tres años en los terrenos en donde se construiría la planta. Es el mentor de "Cantalao Cordillera", un proyecto que pretende crear un Centro de Educación Ambiental para niños en plena precordillera. El proyecto, que en un principio usaría 642 hectáreas, hace un mes sufrió una repentina modificación. «Cuando se firmó el acuerdo, nos dimos cuenta que a Cantalao le habían restado dos hectáreas —cuenta el ecologista—. Dos hectáreas que le habían sido entregadas a Metrogas», agrega.

Que los niños que asisten a clases de educación ambiental tengan a metros de la sala una planta de gas, no sería la única contradicción: el acceso a Metrogas y a "Cantalao Cordillera" también sería el mismo, señala Furlan. Elizabeth Caneloa, presidenta de la Unión Comunal, agrega: «Es una inconsecuencia que la Corema acepte en un mes dos proyectos incompatibles entre sí».

Tras los sucesivos cortes del gas desde Argentina, Juan Meriche, asistente ejecutivo del subsecretario general de la Comisión Nacional de Energía, afirma que es urgente la construcción de una planta de respaldo. Aún así, no toma responsabilidad alguna del tema por parte del organismo al que representa. «Más allá de dónde se instale, nos preocupa que exista —afirma rehusando a contestar las preguntas referidas a la planta—. La Corema es la que toma la decisión, no nosotros».

Según Furlan, en la reunión en donde la Corema (Comisión Regional del Medio Ambiente) aprobó la puesta en marcha del cincuenta por ciento del proyecto, habría quedado clara la parcialidad del Gobierno frente al tema. El ecologista recuerda que en la oportunidad la intendenta estaba muy nerviosa. Los primeros cuatro votos fueron en contra: El quinto fue el de ella. «Levantó la mano y dijo que estaba a favor. Luego pidió voto a mano alzada para el resto». No por casualidad, explica el dirigente de Greenpeace, los doce votos restantes habrían estado a favor.

En la acalorada reunión ocurrió otro suceso particular, rememora la concejal. Un error de la secretaria hizo que Metrogas se viera obligado a escribir una nueva acta. En el documento, saldo de la reunión, se aceptaba la construcción de estanques de gas —de la que ni se habría hablado— durante la primera fase del proyecto. La Contraloría, que ya tiene la nueva acta, debe revisarla y emitir, en el próximo mes, el sí o no definitivo a la propuesta de Metrogas.

Edgardo Gómez cuenta cómo se enteró de la construcción de la planta: «En plena reunión de vecinos, llegaron los tipos de Metrogas a mostrar el proyecto, seguros que no habría oposición”. El general del ejército en retiro cuenta que llegó a vivir el año 2000 al Club de Campo Sur, el condominio que queda más cerca de la planta. «¡Nada!, ¡ningún indicio de nada!. A nosotros se nos vendió un terreno, de frente y de espaldas, ubicado en una zona de naturaleza protegida», señala. Si la planta se aprueba, el lugar en donde vive se convertirá en el corazón de una zona industrial. Gómez dice estar asustado junto a su esposa y su hijo. «Tenemos una bomba de tiempo encima. El miedo más grande es la inminente muerte de mi familia, a cada rato», dice.

Paralelamente, Metrogas no da declaraciones del tema. Carlos Cortés, portavoz de la Asociación del Gas Natural, tampoco da información al respecto. Luego agrega: «Como gremio, no nos pronunciamos sobre iniciativas concretas de las empresas de la Asociación». La Corema señaló que no se pronunciaría respecto al tema por el momento por aún encontrarse la discusión en boga y, en cambio, aseguró que la vocería la podía ejercer la Conama (Comisión Nacional del Medio Ambiente). Annie Kutscher, encargada del área de comunicaciones de la Conama, dice que su portavoz oficial no iba a acceder a una entrevista.

La concejal, el ecologista y el residente coinciden en algo: que la planta se construya en Peñalolén, y no en cualquier otra comuna, se debe a una razón económica y a una política. Económica porque, según Gómez, «les sale unas lucas menos». Pla explica que en Peñalolén ya hay camino habilitado para los camiones —no habría que pavimentar la ruta— por lo tanto nadie se “metería la mano al bolsillo”. Política, dice la concejal, porque en el sector oriente existe mayor presión por parte de los residentes.

El ecologista luego agrega que más preocupante que lo último, es la “vista gorda” que estaría haciendo del problema la Corema. Mientras camina por el terreno en el que, una vez aprobado el cien por ciento del proyecto, se levantaría la planta, un grupo de hombres que realiza estudios de topografía, da vueltas por el lugar. «Nivelar, cercar, es lo único que pueden hacer estos gallos por ahora», dice fuerte como advirtiendo a los topógrafos que él aún no se ha dado por vencido. Luego llega hasta la orilla de la quebrada que ha sido cercada con un alambre de púas. Se detiene frente a una panorámica de los condominios de Peñalolén Alto y continúa: «El gas no se ve. En caso de una fuga, empieza a bajar sin que nadie se dé cuenta». De pronto saca un encendedor, lo prende y señala: «Una llamita así de fina y…».

Vista de la cordillera desde uno de los polvorines que serían habilitados como refugios para el proyecto de educación ambiental «Cantalao Cordillera»




Ecocentro ambiental Proyecto «Cantalao Cordillera»

Vista panóramica de los condominios de Peñalolén Alto desde la quebrada

viernes, 15 de junio de 2007

Parecidos con la realidad: ¿mera casualidad?

Que una novela tenga un minúsculo parentesco con la realidad, con una «no ficción» de la que somos conocedores —incluso hasta de la que somos parte— y ya: toda la narración es verdadera, todo lo que está escrito hace alusión a una situación que alguien vivió en el mundo real. Pasa en las películas, en las teleseries, en las obras de teatro. «Cualquier evento o persona y su parecido con la realidad son mera casualidad». ¿Casualidad? Para algunos la coincidencia a esta altura pareciera estar obsoleta, pareciera ser una artimaña más a prueba de tontos. Las coincidencias no existen y punto. Lo que para unos es así de tajante, para otros en cambio forma parte de una posibilidad que no deja de ser casual: se han escrito tantas historias de ficción que es muy difícil apuntar a una que no esté ya escrita o bien, somos tantos seres humanos en la tierra que sí, es posible que nuestras historias personales anden por ahí llevándonos la delantera en algún libro que esté guardado en alguna estantería lejana (o cercana quién sabe) . Me acuerdo de Roberto Ampuero y de su teoría de vida propuesta en «Los amantes de Estocolmo». Ampuero dice que nuestras historias personales ya están publicadas en un libro y el tema no acaba ahí: nuestra misión es saber encontrarlas por medio del excesivo ejercicio de la lectura (se entiende como un leer, leer y leer en nuestra vida perpetuo). Encontrar las historias y encontrarnos a nosotros, identificar nuestro pasado, presente y futuro por medio de una ficción que alguna mente creativa modeló antes de que nosotros naciéramos. Interesante teoría, creo. Todos hemos encontrado alguna vez algún personaje de algún libro que nos ha movido un poco el piso. De algún libro o de cualquier otra ficción, de alguna película, de alguna canción, qué sé yo, que se parece excesivamente a nosotros, o al revés, al que nosotros excesivamente queremos parecernos.


Y tiene sentido lo de las narraciones con cierto aire a «realidad real». Nadie pareciera creerse tanto el «mero parecido con la realidad» cuando las situaciones retratadas en una ficción pueden ser ciertamente comprobables, responden de manera fiel a un hecho que alguien escuchó, que alguien vivió, que alguien puede salir a comprobar. García Márquez además habla de lo que pasa viceversa. Cuando a una «no ficción» se le escapa un detalle, un minúsculo detalle que se aleja de la verdadera calidad de la experiencia, tenemos como resultado un relato deficiente, una farsa ficcional que ha querido engañar a un lector ingenuo. Una información que no calce con la noticia que estoy leyendo —supongamos que yo soy el que sé más del tema—, y tiro por la borda todo el asunto del que me están contando. Yo por lo menos no sé si le vuelvo a creer a una persona que me miente una vez: para la segunda vez que intente hacerlo voy a estar con los sentidos más alerta.

Y relacionado con las propias creaciones, Rosa Montero ya lo había considerado en una contratapa de uno de sus libros: «Toda autobiografía es ficcional y toda ficción autobiografíca». Podríamos congelar esta frase y empezar a comprobarla en los diálogos que diariamente mantenemos con el círculo de personas que nos rodea. ¿Quién nunca ha aliñado de coincidencias, de un poquito de patetismo algunas historias personales? o así mismo… ¿quién nunca ha convertido vivencias personales a tercera personal singular y las ha lanzado como historias increíbles, de fabulosa imaginación al papel? A lo menos una vez que sea, muchos lo hemos hecho. Y no se trata de ser aquí mitómanos, se trata de simplemente aceptar que al interior de cada persona habita un mundo maravilloso, un mundo paralelo al terrenal, un mundo donde las ficciones pueden transformarse en realidad. ¿y por qué no?
Pienso que es tarea de cada uno aprender a apreciar ese propio e irreal mundo interior y el de los demás.

lunes, 28 de mayo de 2007

Por la lengua muere el pez

«¿Cómo justificar la presencia de Batista en el poder, al que llegó contra la voluntad del pueblo y violando por la traición y por la fuerza las leyes de la Revolución? ¿Cómo llamar revolucionario un gobierno donde se han conjugado los hombres, las ideas y los métodos más retrógrados de la vida pública? ¿Cómo considerar jurídicamente válida la alta traición de un tribunal cuya misión era defender nuestra Constitución? ¿Con qué derecho enviar a la cárcel a ciudadanos que vinieron a dar por el decoro de su patria su sangre y su vida? ¡Eso es monstruoso ante los ojos de la nación y los principios de la verdadera justicia! Pero hay una razón que nos asiste más poderosa que todas las demás: somos cubanos, y ser cubano implica un deber, no cumplirlo es un crimen y es traición. Vivimos orgullosos de la historia de nuestra patria; la aprendimos en la escuela y hemos crecido oyendo hablar de libertad, de justicia y de derechos. Se nos enseñó a venerar desde temprano el ejemplo glorioso de nuestros héroes y de nuestros mártires».
Fragmento de «La historia me absolverá», Discurso de Fidel Castro realizado en agosto de 1953, a seis años de establecerse la Revolución Cubana en el país.

viernes, 18 de mayo de 2007

El espectador dentro del cuadro

Así como existen los famosos narradores para la narrativa y los hablantes líricos para la poesía, me atrevería a decir que en la pintura el espectador del cuadro también tiene su papel más o menos asignado dentro de un lienzo. En una exposición de arte, en una galería de pinturas online o hasta en un simple catálogo de lienzos, uno está dispuesto a fijar la vista y pensar, sólo pensar, frente a una pintura. Qué sentimientos pretende plasmar el artista en su obra, qué me quiere decir a mí, el receptor de su mensaje. Porque a diferencia de otros medios de expresión, si el artista no publica su pintura, si no la muestra, pienso, no logra acabar con su proceso creativo. Porque entonces me pregunto, ¿Qué gana el pintor de telas que quiere expresar sus sentimientos, sus angustias, sus pensamientos, a través de la elaboración de una imagen si no puede compartirla con más personas?

Cada receptor que se enfrenta a una escena retratada en un cuadro, pienso, se hace partícipe de ella en el lugar que el artista ha elegido para él. Desde el ángulo que el pintor ha dispuesto, ha reservado para él. Hay veces en que la posición asignada al espectador es tremendamente explícita. Algunos pintores hasta nos han dibujado el rostro, nos han puesto edad, nos han trazado una expresión en la cara. Es explícito, por ejemplo, en el lienzo «Bar del Folies-Bergere» de Manet. Nosotros somos el hombre barbudo y de sombrero que se acerca a pedirle algo a la mesera. Nosotros nos vemos en el reflejo del espejo que está por detrás del mostrador.

Hay cuadros menos explícitos. Nadie puede asegurarnos, que sí, que nosotros también estamos retratados dentro de él. Es el caso de «Las meninas» de Velásquez. Si uno no descubre a Velásquez, ahí mismo dentro del cuadro, es muy difícil imaginarse que el artista está pintando una escena sacada del reflejo de un espejo. Piensen cómo uno podría pintar lo que está pasando a nuestras espaldas. Fácil: con un enorme espejo apostado frente a nosotros. Eso es lo que hace Velásquez. Analizando el cuadro, teniendo en cuenta lo último, podemos encontrarnos, descubrirnos en el lienzo. Sí, nosotros aparecemos dentro del lienzo. Nosotros somos las dos personas que se muestran en un espejo al fondo del salón. Que observan la escena que a la vez está siendo reflejada y que a la misma vez está siendo retratada.

Siempre me ha causado cierta intriga «Muchacha en la ventana» de Dalí. La mujer que observa con ensimismada calma lo que está sucediendo desde la ventana hacia fuera, ofrece visualmente al espectador del cuadro su espalda. Dalí sin embargo logra mucho más que eso. Personalmente siento que sin ofrecernos directamente el paisaje, el temple del mar, del cielo, sí nos hace partícipes de las sensaciones de la mujer en ese momento. Yo por lo menos me logro situar en el lugar, puedo sentir los olores, el olor del viento, puedo escuchar el probable ruido del agua en el mar.

Es la sensación de compenetrarse a tal punto con la mujer que está dándonos la espalda, que terminamos siendo nosotros y no ella la que mira desde la ventana hacia afuera. Yo por lo menos me olvido de su cuerpo apoyado en la ventana. Soy yo y no ella la que se apoya sobre un borde. Y puedo ver el mar. Desde la misma ventana.

sábado, 5 de mayo de 2007

Todas podemos ser «majas»

Hoy día, según la jerga madrileña, llamar a una mujer por «maja» es llamarla guapa. Piropearla. Sin embargo, no siempre ha sido así. Hace doscientos años atrás, toda mujer que no perteneciera a la nobleza española era la llamada «maja». Pongamos de ejemplo a una gitana. Una gitana calzaba a la perfección con el prototipo de la «maja española». Es clave agregar que en esta época, cuando a las gitanas las persigue la Inquisición, sus prédicas son consideradas lo más inmoral de lo inmoral. Ellas personifican a la farsante profeta de una falsa religión y por lo tanto deben ser reprendidas. Y más en una sociedad tan defensora de los principios católicos como lo era la española en ese momento.


A principios de siglo diecinueve, Francisco de Goya pintó al más famoso par de mujeres que existe actualmente en la pintura a nivel universal: «La maja desnuda y la maja vestida». Ambas cobran especial misticismo sabiendo que, recién pintadas, no recibieron el nombre de «Majas» sino que de «Gitanas», y que después de cien años de haber estado escondidas, censuradas en uno de los salones del antiguo palacio de un duque español, alguien les hubiese cambiado el nombre así como así no más.
¿Censuradas por qué, si pareciera ser que estamos en una época en donde el desnudo femenino en el arte está de moda?
Censuradas porque en el siglo diecinueve pintar a una mujer desnuda, que no hacía más que posar su desnudo y, como si fuera poco, mostrándose un tanto sensual (un tanto porque la desnuda tiene los pómulos manchados, expresando cierta vergüenza en el acto) era absolutamente inmoral.

La Iglesia Católica española —la más ortodoxa de todas—, en ese momento era omnipresente y no aceptaría una desfachatez como esa, menos venida de un artista que en esos años cobraba gran fama por ser pionero en promover el romanticismo —antes del neoclasicismo— en la pintura. Se dice que Goya para pintar a las majas se inspiró en «La Venus del espejo» de Velásquez, el pintor español barroco por excelencia.

Ahora, pensemos en el canon renacentista establecido en las artes en el que se exageran rasgos grecorromanos (aún muy latente a principios de siglo diecinueve con un fuerte Neoclasicismo presente en las artes): en él, el desnudo de mujeres es absolutamente legítimo. Existe una teoría de inmensa proporcionalidad en los cuerpos femeninos, que en artistas vanguardistas como Rembrandt —también exponente del barroco— será despedazada: el cuerpo de una mujer al estilo «El hombre de Vitruvio» de Da Vinci, está obsoleto. Rembrandt se ríe de la famosa «razón áurea» tan manoseada por los griegos. No hay que olvidar que el artista holandés pintó sobretodo a mujeres de grandes bustos con blancas y generosas barrigas. Aquí hay que tener ojo. ¿Por qué Rembrandt no causó la explosión de críticas que sí causó Goya dos siglos después? Porque no hay ningún desnudo provocativo en Rembrandt, porque no casualmente la mayoría de las escenas retratadas en las que aparece un cuerpo femenino desnudo, han sido extraídas de pasajes bíblicos. Es el caso de «Betsabé en el baño», el lienzo que fue pintado en 1654 y en el que se muestra la supuesta historia de amor entre Betsabé y David. Entonces nosotros vemos, por medio de los ojos de David, a Betsabé despojada de sus ropas, en un acto absolutamente casual. Ella no ve que, mientras le lavan los pies, alguien observa su torso desnudo. Ni siquiera nos topamos con su mirada de frente.


Volviendo a «Las majas», algunos estudiosos explican esta doble existencia a través de una curiosa teoría: se dijo en su momento que Goya, al presentar sus cuadros públicamente, habría sobrepuesto la tela de la maja vestida sobre la desnuda. Quería hacerles una broma a sus auditores en medio de la exposición. Ambas habrían compartido un mismo marco, la vestida por encima, está claro. Bueno, en el segundo menos esperado, Goya le habría dicho a su público: ¡Sorpresa! Y habría presentado a la desnuda después de extraer rápidamente la tela de la maja con ropa que estaba encima.

Pero aquí no termina lo curioso. Hoy día «Las majas» se exponen en uno de los salones destinados a “Vida y obra de Francisco de Goya” en el Museo del Prado, en Madrid y a la simple vista del visitante salta un detalle no poco significativo: el rostro de la maja vestida está hecho mucho más a la rápida que el de la desnuda (porque se entiende que deberían ser iguales, ambos retratos corresponden a la misma mujer) ¿La razón? Se dice que Goya tuvo una relación sentimental secreta con la amante del Duque que le encargaba cuadros a pedido. Al saber este duque de la existencia de un retrato desnudo de su amante, pintado ni nada más ni nada menos que por su junior, se habría espantado; Goya, mientras tanto, para pasar inadvertido, habría pintado a la maja vestida rápidamente, demostrándole al duque que por ningún motivo él hubiese osado pintar a su secreta amante desnuda. He ahí la razón del rostro de la maja vestida hecho de pinceladas duras, rápidas, hechas a prisa en comparación a las de su gemela desnuda.

Y hay más intrigas en el par de cuadros. Se dice que ambos rostros están pintados encima de otros: o sea, hay dos majas prófugas en la primera capa. También se ha dicho que los rostros que vemos, están hechos a partir de muchos rostros y que, sin embargo, ambos cuerpos sólo pertenecen a una: a la mismísima esposa del duque en cuestión.

Bueno, sin duda alguna, las majas marcaron época. Y dejaron su legado. Que les costara el precio de una tremenda persecución por parte de la Inquisición no fue menor: Manet, uno de los fundadores del impresionismo, pintó a su famosa «Olimpia» (una desinhibida prostituta que está siendo lavada por una mujer de raza negra) inspirado en la maja desnuda de Goya, esto sesenta años después de pintadas las majas.


Y como si fuera poco: aún no para la resonancia de esta obra en las artes visuales. Ni siquiera hoy día, dos siglos más tarde desde su producción. La pintora chilena Elda Villena en su retrospectiva "Imágenes de Fantasía y Realidad", que está presentando en el Instituto Cultural de Providencia, sorprende a la entrada de su exposición con dos tremendos lienzos pintados en acrílico y pastel sobre tela: La «maja 1» y «la maja 2» son igualitas a las de Goya. La gran diferencia es que la pintora chilena quiso traer a la tierra, al día a día, el misticismo del par de obras: sus “majas a la chilena” sonríen, sin un toque de pudor, al receptor de la obra. Pero, siempre hay un pero, estas majas no se extienden sobre un sofá de telas aterciopeladas. Las majas de Villena viven y sobreviven sobre los resquicios de la ciudad.

Goya podría sentirse alabado. Quizás. Sus majas, absolutamente precoces en su momento, hoy día ya no son las promotoras de un sentimiento obsceno, morboso, fuera de lo éticamente aceptado en las artes canónicas de su tiempo. Al menos en los lienzos de la Villena, no. Ni siquiera hacen referencia a una mujer de fácil vivir, ni a una gitana, ni a una subversiva, ni a una revolucionaria. Según la pintora chilena, todas podemos ser «majas». Todas somos «majas». Día a día, no sin ponernos los zapatos de taco alto, caminamos por el centro, vamos a reuniones y hacemos colas para los trámites. Todas podemos ser «majas». Todas lo somos, ¿o no?

jueves, 26 de abril de 2007

Improbable pero no imposible

El tipo que le hace de modelo a Magritte llega, se enfrenta a un espejo y no se ve a él sino que ve el reflejo de su espalda. Ahora, cómo encontrar la explicación racional, la razón científica de la situación. No hay. Y punto. Un jueguito ilusorio más, de los tantos que ocupa Magritte para que cada espectador se quede clavado en la tela dándole vueltas al asunto como inteligentonto, pensando y pensando qué quiere decir el tipo, cuál es la reflexión que está haciendo. Pero a diferencia de Dalí, Magritte no realiza críticas literales a la sociedad contemporánea ni a sus prioridades, ni tampoco a sus decisiones, ni a sus modos de ver la vida.

En una exposición de Dalí que visité para los cien años de su muerte, revisé un catálogo entero de simbolismos. Y sí: los relojes derritiéndose no son un mero recurso estilístico original Daliano, sino una argumentada crítica a la irrelevancia del tiempo en la sociedad actual.
Entonces, volviendo a Magritte: ¿qué pretende este pintor satirizando, por ejemplo, dimensiones de espacio? ¿Acaso sólo llamar la atención a partir de mundos imaginarios, creados con una tremenda genialidad?
Yo creo que Magritte se cuestiona la realidad en términos mucho más psicológicos, y se plantea el «azar» como una posibilidad más, dentro de todas las posibilidades que colapsan, en el día a día, al oído. La otra vez pensaba cómo sería que, haciendo una muy superficial comparación con La Metamorfosis de Kafka, de un día a otro, uno amaneciera con las manos al revés, o sea con los dedos gordos donde están los más chicos y así, todos los dedos en lugares en donde no deberían estar según lo dictan las leyes de la naturaleza humana (nunca he escuchado de una deformación congénita parecida, que los dedos de las manos te salgan desordenados, por lo mismo más azar, menos probabilidad). Todo el cuerpo empezaría a funcionar mal y no creo que yo por lo menos, pudiera llegar a pensar en una solución rápida, es un impredecible tan imposible que yo creo que me moriría de un ataque a la incredulidad. Y aunque considerándome a veces demasiado surrealista, pienso que sí hay situaciones de la misma naturaleza con las que día a día nos topamos o nos toparemos y que no escapan de ser imposibles: los impredecibles que se esconden detrás de los árboles y que en los momentos más inesperados, se te tiran encima con los brazos abiertos y son capaces de tenerte apresada por minutos enteros y de un tirón soltarte. Dejándote tirada en el piso con la sensación de un cuerpo a medias, con el susto viviendo unos días por debajo de la piel.

Siempre le he tenido terror a los semáforos. Temor en la perfección ofrecen en el funcionamiento de su sistema, temor en la confianza que les regala la gente común y corriente, confianza cuando manejamos cien por ciento entregados a lo que las verdes, rojas y, sólo algunas veces, las amarillas nos digan. ¿Qué pasaría si el sistema colapsa? Pero no como cuando se corta la luz y las preferencias hay que saber cederlas. Si no que el sistema colapsara y que al mismo tiempo diera verde para todos los lados y auspiciar choques perpendiculares, así, tan rápido como pasa…este segundo.
Es el mismo miedo que sentí la primera vez que me subí a un ascensor sola. Apreté «cero» pensando que aparecería en el «piso uno», sin saber que hay edificios que tienen la recepción en el «uno» y los estacionamientos en el «cero». El tema es que en ese momento, aparecí en una dimensión absolutamente desconocida, segura de que no podía ser posible que si yo apretaba un piso apareciera en otro, debía estarlo soñando, no había más lógica que eso.
Quizás cuántas otras posibilidades se me van ahora, eventuales quiebres en lo que cada uno creía sentir real o también imposible. Hay muchos idealistas que dicen «haz de todo lo imposible, tu realidad posible», pero ¿qué pasa si posible e imposible terminan fundiéndose en uno, en el azar, en lo improbable pero no imposible?

sábado, 21 de abril de 2007

Escribir, escribir y escribir

Hay días en que invento demasiadas historias dentro de mi cabeza. Con una sola palabra, puedo desenredar todo un relato. O con una expresión. También, partir la ficción con el verbo —conjugado en algún tiempo— de una acción emprendida por alguien. O con una declaración fuerte de un personaje que de pie a la respuesta de otro y después que el primero conteste y así, infinitamente. De esta forma un diálogo empieza a fluir y a fluir en mi cabeza. Es la sensación de sentarse de piernas cruzadas frente a un escenario y ser la espectadora de una historia que voy entendiendo, que voy explorando a medida que va sucediendo, dentro de mi mente. Con suerte, cuando no estoy al frente de un teclado, puedo tener algún papel y un lápiz a mano y anoto palabras para luego recuperar el hilo de la historia. Las otras veces, no puedo registrar las imágenes que, en relampagueos, se me cruzan. Y como me pasa con los sueños, casi siempre termino por desecharlas de mis pensamientos. Porque como en otros actos inconscientes, en mi caso la inspiración en el escribir, me viene en momentos inesperados. Es como sentir que mis palabras quieren sufrir una caída libre desde mi boca sin que yo tenga injerencia alguna en lo que ellas quieren contar. Crear historias en la mente, mundos con palabras y por esto vivir momentos enteros en una especie de balanceo entre los mundos de ficción y no ficción en la mente. Que estos dos mundos, terminen peleándose el asiento para acomodarse ahí, por dentro de tu cabeza. Luego sentir una especie de expropiación de tus palabras —muchas veces me ha pasado que escribo palabras que no existen, segurísima no sé de a dónde, que sí le calzan perfecto al relato que estoy narrando—. Dejarse llevar por un extraño y bien modulado dictado que no sabemos dónde me llevará. Quizás por eso disfruto tanto algunas de las historias que imagino. Ni siquiera sé cuál va a ser su final cuando le doy vida a la primera palabra, que sale como disparada a presión, dejando volar a las que vienen apretadas atrás.
Pienso que todos creamos nuestros personajes ficticios a partir de pedazos de personajes de la vida real. Porque inciden mucho las personas con que uno se topa en el día a día para la elaboración de un personaje. Lograr verosimilitud en el relato, nutrirse del mundo real para darle vida al irreal. Como diría Albert Chillón, “literatura es un modo de conocimiento de naturaleza estética que busca expresar lingüísticamente la calidad de la experiencia”, o sea, reflejemos en lo que escribimos una realidad que mantenga estándares mínimos de credibilidad en el lector. Aquí por lo tanto, cada uno debe darle vida a nuestra ficción a partir de qué? De la calidad de nuestra experiencia. O sea: abramos los ojos y fijemos especial atención a esos detalles, a primera vista imperceptibles, que tiene cada una de las personas en el mundo real. Ellos sin duda le darán autenticidad a nuestro relato. El ojo es el que se afina y ya en una conversación diaria, no sólo uno se encuentra con la mirada de la otra persona: a la vista salta su lenguaje verbal y paraverbal. La velocidad del movimiento de manos, la forma de vestirse, el grosor de las cejas, el color de las uñas. Porque claro, no basta con escribir, por ejemplo, que en el lugar de ambientación había un árbol. Hay que decir que el árbol era del verde de las manzanas ácidas o que sus hojas se mecían como el cabello de una mujer en el viento.
André Breton, fundador del surrealismo, defiende a esa vocecita que, a veces, empieza a susurrarnos cuentos por la oreja. Transmite por sobre todo, el uso del automatismo psíquico, sujetando a éste el dictado absolutamente libre del pensamiento, libre de cualquier control de la razón, para escribir.
Pero esta inspiración no sólo pasa por existir, por transformarse en el secreto que alguien te susurra en un momento indeterminado. Porque también se vuelve dependiente de un vehículo para hacerse visible: las palabras y la forma de usarlas. Como si fuera poco, existe un uso de palabras —absolutamente personal pienso— con las que hay que proyectar a todos, la imagen que primero ha sido proyectada en mi pantalla mental. Ejemplo. Cómo poder mostrar al mundo la mirada decidora de un hombre que me observa desde el balcón de un segundo piso. Que apoya los codos en el borde del balcón, y sobre sus manos su mentón y que yo, aunque estando a distancia, puedo sentir el choque de su respiración con el del oxígeno en el aire. Que así, el hombre en su precaria postura, en mi cabeza, es capaz de generarme demasiada curiosidad, demasiadas ganas de saber de dónde viene, a dónde va, qué está pensando. Cómo poder describirlo, así tal cual se pasea por los balcones de mi cabeza, cómo poder darle vida autónoma en la cabeza del que va a leer mi narración. Porque no faltan los momentos en que no hay palabras para ocupar, para poder imprimir la imagen que yo tengo en consideración, antes que termine volándose por los cielos como en un globo aerostático. Rudyard Kipling habla del daimon en la creación literaria y dice que el encuentro con tal ente en la mente del escritor, es el que le permite escribir. Lograr una especie de trance mental y obedecerle como hipnotizado a su dictado, el del daimon. Tanto Kipling como Bretón, aconsejan dejarse llevar completamente por los desvaríos de la señorita inspiración. Algo así como seguirla a ojos vendados en un viaje sin vuelta atrás, dejarse seducir por su coqueto pestañeo y escribir. Sólo escribir.

sábado, 31 de marzo de 2007

Are you lonesome tonight?

El murmullo de diez conversaciones casuales, hola, qué hubo, cómo has estado, no me digas, y qué ha sido de tu hija. Humo, las cenizas del aire sobre la gente, grises como las alas de una polilla. Una risa escandalosa y luego su eco multiplicado en varias bocas, labios estirados, gargantas al desnudo, cuellos inclinados hacia atrás. El bajo de Are you lonesome tonight? naufraga entre las palabras que saltan sobre las cabezas. Un remolino de preguntas que suenan, respuestas rápidas, las mismas que nunca cambian, no te creo, qué increíble, pero qué bueno, me alegro por ti, qué lástima, exclamaciones listas para lanzarse al aire. Y entonces dos miradas de cerca que chocan y se sostienen en el aire.

— ¿Blanco o tinto?
— Tinto —responde sin aire.

El vino empieza a deslizarse desde la botella como una serpiente púrpura, como una esquelética lengua que empieza a recorrer la boca de la copa. Como en un movimiento lento de caderas, el hilo va balanceándose, de un lado a otro, de un lado a otro, suavemente. Y en su espesor, va volviéndose denso y viscoso, vuelve a ser la oscura sombra de algo enjaulada en un cristal. Y siguen como estelas en un lago, ondas de la brusca caída del líquido, esparciéndose por la superficie.
La mano de ella sigue temblando por debajo del guante de seda. El escote prominente rociado de manchas rojas, la piel de sus labios aún tibia. De pronto, una risa tímida se le escapa. Es imposible taparse la boca con la mano, él va a notar que su mano todavía palpita.

— ¿de qué te ríes?
— Es que… —se demora en hilar sus palabras— te...te demoras mucho.
— ¡Ah! ¡sí! ¡perdón! —alcanza a decir cuando de un golpe brusco termina de vaciar el líquido a la copa. Una gota se suicida lentamente por el borde de la botella.
— ¿y tú, no vas a tomar nada? —sus ojos están fijos en los de él, el borde de su boca empieza a rozar el vidrio de la copa.
— ¿Es necesario?
— ¿qué es necesario? —pregunta y de un exhalo empaña el cristal.

Él también exhala como cansado y se ríe. Sabe que si se lleva la copa entre sus dedos no va a ser capaz de sostenerla. La palma de una de sus manos en especial, todavía suda de sobremanera.

— ¿te gusta Presley?
— Sí.
— ¿mucho?
— Sí.
Do the chairs in your parlor seem empty and bare?

Ella no dice nada. Quiere reír pero no fingir. A veces las casualidades sacadas de una novela rosa, de una cursileria hollywoodense, no eran más que eso: un enredo de fantasías mal tejidas en su cabeza, imposibles de llevarse a cabo en el mundo real.

—Ahí está bien, gracias —dice mirando la mano anónima que le llena la copa— I tell you dear, I am lonesome this night —tararea para si misma despacio, con la nariz asomada al cristal, mientras camina sin dirección hacia algún lado.

miércoles, 28 de marzo de 2007

Juicios morales con sede en el destino

Hoy día me dieron vuelto de más dos veces. Yo, como buena cristiana, fui consecuente con mis principios y devolví la plata. Las dos veces. Sin rodeos mentales, sin darle vuelta al asunto. Dos veces en menos de dos horas de diferencia, y harta era la diferencia que me estaban entregando. El tema es que una vez más el juego del destino se entromete en mi cabeza. Cómo puedo hacerme creer que el diez por ciento de decisión personal (yo soy mis decisiones) y el noventa por ciento de un futuro predeterminado, de ese inmóvil, pesado e inalterable destino, terminan por moldear mi camino si es que a veces se ven tan, pero ven tan difusas sus diferencias. Porque entonces podría decir que el destino me estaba regalando plata de más, que harta falta me hacía justo hoy día que se me había olvidado por completo la carguita de la BIP. Pero mi moral, mi ética personal, mi decisión final en el juicio oral que sólo yo escucho por dentro de mi cabeza, ni se pasó por mi mente contraer el puño y olvidarse de algo que no era mío, que no me correspondía formalmente. La pregunta es, ¿se podría cuestionar la moral de una persona, la moral cristiana que nos obliga al acto solidario, sincero, consecuente, a ese que inversamente nos prohíbe hacer al prójimo lo que no nos gustaría que nos hicieran, cuando el destino, una señal del destino empieza a pegarnos insistentes golpecitos por la espalda? Una vez casi pierdo un avión porque me faltaban diez centavos argentinos. Estaba empezando a entrar en la desesperación cuando de pronto, por debajo de mis pies, aparece tirada esta ficha color plata como avisándome que todo ese día estaba fríamente calculado. Que mi vuelta a Chile estaba ya confirmada en la historia de mi vida. Todo esto en un paradero, a tres minutos de que llegara la micro. Quizás esa plata tirada en el suelo le hubiera dado de comer a un indigente (junto a más monedas, está claro), de esos que se pelean los basureros para dormir en la ciudad de Buenos Aires y yo la tomé casi victoriosa, segura de que era para mi, de que el destino la había dejado caer a la tierra desde sus remotas alturas. Yo sí creo en el destino, pero también creo que muchas de sus señales no están predeterminadas.

viernes, 23 de marzo de 2007

"Mi última vez"

Estoy segurísima que cada una de las personas guarda preciadamente en la memoria los detalles de un sin fin de “primeras veces”. Y me atrevería a afirmar que hay una edad en la que más se dan; me imagino que debe ser entre los trece y veinte años más o menos, edad en la cual dejamos las alitas de papel en el suelo para empezar a cargar con mil obligaciones sobre los hombros. En este periodo vamos adquiriendo muchos hábitos que, está claro, perdurarán por un tiempo, también nos despedimos de algunos. Lo interesante es que en todas estas “primeras veces” está la completa certeza de que tales momentos tendrán, de seguro, su puesto guardado en el subconsciente. Claro, porque serán inolvidables, ningún soplo del tiempo los hará volar. Es primera vez que lo experimentamos, ¿o no? Aparte uno sabe que es la primera vez, porque no lo ha vivido nunca y por lo mismo cobra más importancia. Recuerdo con especial nostalgia la primera vez que pude andar en bicicleta sin las rueditas de los lados, la primera vez que pude leer decorrido las instrucciones para hacer una jalea, la primera vez que fui a una fiesta y me fueron a buscar a las once de la noche, la primera vez que hice pan y se me olvidó echarle levadura, la primera vez que anduve en micro sola, la primera vez que aspiré el humo de un cigarro, que viajé en avión sola, que hice una entrevista, que me compré un cd, que manejé un auto. Imagino que en el acto consciente hay un reflejo que nos pone los sentidos alerta y raya por encima esos momentos como “necesariamente memorables”. Bueno, aquí empieza la teoría. Ahora, cómo recordar las últimas veces de algo, hacer del acto obviamente impensado (uno no sabe, a menos que sea clarividente, qué nos depara el destino) que eso que acabo de hacer, lo hago por última vez en la vida y por lo mismo, transformémoslo en inolvidable. Claro, hay excepciones en que uno sabe al cien por ciento que son los últimos y es difícil aceptarlo, aceptar que sí, que sí existen los “nunca más en la vida”. Recuerdo la última vez que entré a los resbalines de tubos, con ese olor sólo identificable por los niños que estuvimos adentro, de los McDonalds. Sabía esa vez que era mi última vez porque, no sé qué edad habré tenido, pero ya no era cómodo resbalarse por los tubos. Hoy día sé que no puedo subirme a ellos, ya pasé los nueve años y dudo, a menos que un día en la noche ingrese a escondidas, que me dejen entrar por la rejilla de cordeles. También recuerdo mi último día de clases en el colegio, sabía que nunca más usaría el uniforme y también sabía que debía aprovechar esas últimas horas porque nunca más se iban a repetir.
En resumen, creo que es mucho más difícil acordarse de los “nunca más” que de las “primeras veces”. Despedirse de acciones y hábitos y tener la certeza de que nunca más los vas a hacer me da terror. Y pienso que le pasa a más gente también. Porque, en el fondo, te muestran un pedacito de lo que significa el paso del tiempo, la fugacidad de la vida, la grandiosidad de momentos que hay que olvidar, abandonarlos, porque “olvido hay que vivirlo”, quitar una acción para poner en su lugar a otra. Yo al menos les tengo pánico y el miedo no está relacionado con la predisposición a tener la vida estructurada y saber que esto y esto otro siempre van a estar. (Creo que por eso uno llora tanto cuando una persona cercana se muere, tienes el cien por ciento de seguridad que nunca, “nunca más” la vas a ver) No sé, pensar en la última vez que debo haberme tirado al suelo para guardar bajo mi falda un montón, no reducido, de dulces suicidas de una piñata y haber tenido la certeza de que era la última vez que lo iba a hacer, habría sido desesperante, probablemente habría dejado a todos mis amiguitos sin ningún dulcecito.
Y prefiero no saber ni tener la certeza de que “nunca más” los voy a vivir, esos momentos, de que como en el Farewell de Neruda, nunca más voy a tener un poquito de esa persona, porque así es y punto. El miedo es quizás sólo por el hecho de reconocer que, por ejemplo, ya estás grande y por más que intentes afanosamente, lo más probable es que no sientas un remolino en la guata mientras cruzas entre dos tubos en altura, por el puente de elásticos de colores.

domingo, 18 de marzo de 2007

Uno, dos, tres, cuatro, siéntalos, siéntalos

¿Si es que me castañean cuando como? pero claro, pero no sólo cuando como, cuando me quedo callado también incluso, suenan solos, rechinan así como agudo, mire, ¿escucha?, ¿sí?, pero eso no es lo peor, mire tóqueme la pera, ¿la siente?, no, pero tóquela bien, así, para abajo, eso, así mismo, ¿ve como tengo salido?, delgadita se me puso la piel, ¿cómo?, ¿qué dice?, no, no es de ahora, uno no se da cuenta y ya aparecen todos los años metiéndose por debajo de la piel, rasguñándola por dentro, en la piel de las manos, míreme, llenos de manchas cafés, todos larguiruchos los dedos, no sé de adonde me salieron tanto lunares si cuando yo era jovencito, un chiquillo, igual que usted, nada, nada de venas hinchadas por encima de mis manos, míreme las palmas, amarillentas si hasta más amarillas que los postizos, y nada de varices, no si no se las muestro a nadie, cuando yo era un chiquillo nada de tirones en la espalda, en los brazos, mire como se me cae la piel, parezco murciélago, no si yo era igual que usted, pero usted sabe, uno ni se da cuenta y el tiempo se pasea por todos lados, tengo piel de cebolla, flaquita y flácida como un chicle. Mire, lleno de pelos, en la nariz, en las orejas, sí, me los corto, con una tijera, sí, con lentes me los corto, sino quizás qué me corto, y uno ni se da cuenta y ya tiene los pelos blancos, todos los pelos blancos, y lunares carnosos, no, no me molestan, hay que acostumbrarse, si yo me acuerdo esas veces en que no podía estar un segundo tranquilo, por el tiempo, si es que se me iba de las manos el tiempo, se me iba, y ahora, lo tengo aquí mire, aquí en la palma de mis manos, mire, cuántos segundos han pasado, cuántos segundos, mire contemos los segundos, uno, dos, tres, cuatro, ¿los siente?, ¿siente como se pasean entre mis dedos?, ¿los siente?, es como si con el tiempo, el tiempo se olvidara de nosotros, es como si uno tuviera que aprender de eso en la vida, a ganarse su respeto, a aprender a aprehenderlo, es difícil, claro que es difícil. No, no es cosa de entenderlo y así metérselo en los bolsillos no más, de buenas a primeras, no, no, hay cosas que hay que vivir, vivir para vivirlas, que el cuerpo se vaya chamuscando en el camino, ¿que si me pesa?, ¿el cuerpo? ¡claro que me pesa! ah, que si me molesta, bueno pero qué le voy a hacer, así también le vendo la pomá, no va a ir a preguntarle usted a cualquier bolsa acerca de la vida, hay que vivir primero, y hay que estar consciente de eso, hay que estar consciente de que uno está vivo y de que claro, hay hartas cosas que uno ha vivido.


¿Ve como pasan los segundos?, siéntalos, uno, dos, tres, cuatro…quizás le falte vivir, vivir de verdad, para poder sentirlos.

domingo, 11 de marzo de 2007

Y llevas el caño a tu sien, apretando bien las muelas


Quizás la filosofía se plantee el suicidio, como el desafío que el mismo hombre le hace a las leyes de la naturaleza. Entenderlo como un duelo que ocurre en la naturaleza interna de un único hombre, para mí es mucho más difícil. Ahora, imaginarlo como el cese de la gran guerra entre el hombre y su mundo, tiene un poco más de coherencia, si es que la guerra no parte desde el mismo mundo hacia el mismo hombre. Entonces me pregunto, ¿quién da la primera patada? ¿el mundo, mi mundo, yo?

Me pasa que puedo encontrar el mismo sabor en algunos “y sí” o en los “por qué no”. Ejemplo: adelantar, al devenir no más, en una carretera. O quizás cuando la aguja del velocímetro empieza a ganarle a la del reloj y con sólo forzar un mili centímetro el manubrio para un lado, el auto se podría empezar a comer las aceras, los semáforos, a las personas. Es la misma sensación de perder la razón, por un segundo, y saltar a la pista del vagón segundos antes de que llegue el metro. O cruzar corriendo la Alameda apenas den roja para peatones. O quién sabe, llevarse el caño a la sien, apretando bien las muelas, cerrando los ojos para ver todo el mar en primavera.

Nunca he tenido un arma en las manos. Tampoco he sido muy seguidora de las noticias sensacionalistas, esas que sólo dan para hablar de tiroteos y enfrentamientos de arma a arma en distintos lugares. Me cuesta entender que alguien las hubiese inventado conociendo cómo funciona la mente, a sangre fría, del hombre. Que anden por ahí de mano en mano, con la licencia de quitar la vida al que le toque perderla así.
Pero entonces pienso en todos aquellos en que han pensado ganarse la vida, la otra vida, de la misma forma. Porque mientras escucho Viernes 3AM, de Charly García, me puedo imaginar perfectamente el caño, el tubo del arma heladísimo, en la sien. Puedo sentir los párpados apretados, puedo empezar a sentir qué hay por debajo del pelo de mi cabeza. Me imagino primero el armazón óseo del cráneo, luego el cerebro por dentro, el ruido de mis órganos por dentro, el viaje, a la velocidad de la luz, de mi sangre. Entonces puedo suponer la gran erupción de sangre que va a ocurrir después de que presione el gatillo. Entonces puedo sentir el corazón enloquecido. Sus latidos rompiendo mi pecho por dentro. Las muelas apretadas, la respiración agitada. El sudor helado abatiéndose por mi espalda. Las palmas de mis manos mojadas. Y entonces…el mar en primavera. Ahora, me pregunto, qué, qué hay antes del mar en primavera en la cabeza de los que no pueden más aquí en la tierra, de los que deciden hacerlo, de los que deciden irse. Porque el acto es consciente, existe el arma, existe el gatillo, existe el movimiento del dedo y entonces: ya no estás, dejas de ser.
Además estoy segura de que existe un razonamiento preambular antes de oprimir el arma en la cabeza. Quizás existe el consuelo de que no voy a apretarlo, de que todo es parte de un delirio esporádico, de un delirio del que en algún momento despertaremos, de que el impulso se puede controlar, de que aún no es tarde para arrepentirse. Y entonces, ya no hay más rodeos y me tiro. Me tiro al vacío sin fin. Al vacío que no sé donde me llevará pero que, sin duda, va a ser mejor que esto. Porque cuál si no es a lo máximo que un hombre desesperado podría aspirar. Al propio blanco. A la propia vida. Al ser que para mi es el más infranqueable de todos. Al único que en un descontrol no puedo controlar. A mi mismo. Claro, es la solución más fácil y rápida a todos los problemas, muchos dirán. Villegas habla de que el suicidio podría considerarse un asesinato a la sociedad. Y tiene sentido. Porque en el momento en el que alguien se mata, los de esta otra orilla, cargan con la fractura en la sociedad. Claro, porque el suicida decidió morir para encontrar su felicidad. Porque tuvo fe en el más allá. En ese más allá que nadie sabe qué le deparará. Sí, porque los únicos que tienen que vestir de negro después, que tienen que vivir el luto, que tienen que cargar con el peso de su inesperada partida, que tienen que preguntarse por qué, por qué no haber actuado a tiempo, por qué no haber movido un poco las piezas del jueguito que el destino ha preparado para algunos, todos ellos son los que se quedan, los que nos quedamos a esta orilla.

Creo que es la mejor prueba para afirmar que sí, que sí hay vacíos hediondos y sucios, bajo el piso estructural sobre el que muchos, hoy día, siembran sus idealismos, haciendo vista gorda de todos esos que buscan el mar en primavera. Huecos quizás sin eco, silenciosos, vacíos en donde falta un poquito de ventilación. Bastaría pensar que el mar no sólo se puede ver en primavera y que como diría Albert Camus, juzgar si la vida vale o no la pena vivirla, sería respondernos a la pregunta fundamental de la filosofía, sería encontrar la verdad más verdadera de todas.

lunes, 5 de marzo de 2007

¿Dónde se van?

No quisiera plagiar a Proust quien después de sentir un olor que le recordó a su infancia, empezó a desenredar toda su historia de vida, partida en episodios que representaban cada una de las etapas que la formaban. Pero después de encontrar a las Danielas, que estaban escondidas en uno de esos rincones secretos de mi casa, no pude sino olerlas y recordar el momento, en el que años atrás las tapé con un género, que hacía de cubrecamas, y les di las buenas noches para siempre. Las Danielas son cuatro muñecas. No son gemelas, ni mellizas, ni siquiera son hermanas. Incluso llegaron a mis manos con años de diferencia. Freak: a todas les puse el mismo nombre. Todavía no me explico por qué. Bueno, en ese momento, con las muñecas mirándome con ojos de “no nos separemos una vez más”, quise forzar un poco la mente y retroceder lo máximo posible en mi historia de vida. Concentrada busqué un momento entre mis primeros tres años de vida, que durara unos minutos o no sé, unos segundos, para poder recrearlo en mi mente. Y nada. Nada que pudiera remontarme a los tres ni a los cuatro ni a los cinco años. Nada aparte de escenas sin tiempo, sin ruido, casi sin colores. Momentos sin movimiento. Ejemplo: yo sentada en la tierra. Y sería. Y nada más porque 1) simplemente no hay nada más que eso en mi memoria y 2) el resto es fácilmente recreable en la mente. Me imagino yo sentada, con las manos llenas de tierra y después me imagino la mano llegando a la boca y la tierra mezclándose con mi saliva. Y después me imagino la tierra deshaciéndose de a poquito en mi lengua. Y después me imagino a mi mamá llegando a donde estaba yo y sacándome las manos de la boca y diciéndome, no Coti, eso es caca, caca, nunca más, caca, y tomándome en sus brazos y yo no razonando nada. Después intento avanzar un poco más. Porque creo que es imposible que hasta los cinco años me convierta en la mera escena sin dimensión de una cachetona que ríe, que llora, que se baña en una tina, que se disfraza de una flor, que apaga con la baba las velitas de una torta. Que todas mis primeras historias queden aprisionadas en fotos, en segundos que primero han sido inmovilizados y después salpicados por las casas de las abuelas, las de los tíos, en las paredes que miras, sin ver, cada vez que subes la escalera en la casa de uno mismo. Que todos esos momentos hoy día vivan ahí y en ningún otro lado. Que la memoria sea tan indiferente a esas importantísimas raíces que hoy día sostienen a cada persona. Lo que viene es interesante. Me acuerdo perfectamente, yo a los seis años sobre mi cama, forzando a mi mente a no olvidar ese momento. Así de sencillo: yo pensando recordarme a mi misma no olvidar recordar. Ja, parece ejercicio de terapia siquiátrica. He intentado volver a hacer eso mismo, con otros momentos, pero hoy día mi mente está mucho más saturada de información, no hay mucha concentración para transformar de adrede momentos triviales en momentos inolvidables. Bueno, a veces sí he podido.
Ya después de los siete años me puedo acordar de momentos más largos, de olores, del olor del pelo de una de las Danielas, del olor del frutillita que me echaba a la boca, de sensaciones, del miedo a alguien escondido debajo de la cama, de sentir felicidad y gritar por ella, de llorar pateando el suelo y escondiendo la cara entre mis brazos sin que nadie me pesque, de escaparme después de tirarle en la cabeza el control remoto a mi hermano y cerrar la puerta, intentado no perder la gran guerra en el forcejeo de la puerta, de agarrarme del pie de mi tío y no soltarme más y arrastrarme y arrastrarme minutos enteros en el suelo, de que todos los compañeros de curso te toquen el diente, “la paleta”, que está suelta. Qué ganas de volver a vivir tanto las emociones. De complacerse en el camino al sueño. Y no sólo después de alcanzarlo.

Me puedo acordar precisamente en este momento de Rosa Montero, quien habla de lo trascendental en la vida del escritor que es escuchar a esa vocecita aguda en La loca de la casa. La loca sería nuestra imaginación y creatividad, esa que está en gran potencia sólo en la infancia o en esas mentes que son capaces de guardarlas, por siempre. Su casa, sería el escribir, el narrar, el placer de crear mundos imaginarios sin que cueste trabajo hacerlo.

Y todo esto por culpa de la memoria. La memoria. Qué vulnerable es la memoria. Qué daría por poder recordarlo todo. Todo lo visto, todo lo tocado, todo lo sentido, todo lo leído, todo lo escuchado. A veces me gusta imaginar que cuando la muerte llegue, traerá entre sus manos amarillas un libro con toda la historia de nuestra vida escrita. Me imagino que cada uno tendrá hasta la eternidad para poder leerla y releerla desde el mismo prefacio, sin que el tiempo se nos ponga por delante con ambos brazos en la cintura.