lunes, 5 de marzo de 2007

¿Dónde se van?

No quisiera plagiar a Proust quien después de sentir un olor que le recordó a su infancia, empezó a desenredar toda su historia de vida, partida en episodios que representaban cada una de las etapas que la formaban. Pero después de encontrar a las Danielas, que estaban escondidas en uno de esos rincones secretos de mi casa, no pude sino olerlas y recordar el momento, en el que años atrás las tapé con un género, que hacía de cubrecamas, y les di las buenas noches para siempre. Las Danielas son cuatro muñecas. No son gemelas, ni mellizas, ni siquiera son hermanas. Incluso llegaron a mis manos con años de diferencia. Freak: a todas les puse el mismo nombre. Todavía no me explico por qué. Bueno, en ese momento, con las muñecas mirándome con ojos de “no nos separemos una vez más”, quise forzar un poco la mente y retroceder lo máximo posible en mi historia de vida. Concentrada busqué un momento entre mis primeros tres años de vida, que durara unos minutos o no sé, unos segundos, para poder recrearlo en mi mente. Y nada. Nada que pudiera remontarme a los tres ni a los cuatro ni a los cinco años. Nada aparte de escenas sin tiempo, sin ruido, casi sin colores. Momentos sin movimiento. Ejemplo: yo sentada en la tierra. Y sería. Y nada más porque 1) simplemente no hay nada más que eso en mi memoria y 2) el resto es fácilmente recreable en la mente. Me imagino yo sentada, con las manos llenas de tierra y después me imagino la mano llegando a la boca y la tierra mezclándose con mi saliva. Y después me imagino la tierra deshaciéndose de a poquito en mi lengua. Y después me imagino a mi mamá llegando a donde estaba yo y sacándome las manos de la boca y diciéndome, no Coti, eso es caca, caca, nunca más, caca, y tomándome en sus brazos y yo no razonando nada. Después intento avanzar un poco más. Porque creo que es imposible que hasta los cinco años me convierta en la mera escena sin dimensión de una cachetona que ríe, que llora, que se baña en una tina, que se disfraza de una flor, que apaga con la baba las velitas de una torta. Que todas mis primeras historias queden aprisionadas en fotos, en segundos que primero han sido inmovilizados y después salpicados por las casas de las abuelas, las de los tíos, en las paredes que miras, sin ver, cada vez que subes la escalera en la casa de uno mismo. Que todos esos momentos hoy día vivan ahí y en ningún otro lado. Que la memoria sea tan indiferente a esas importantísimas raíces que hoy día sostienen a cada persona. Lo que viene es interesante. Me acuerdo perfectamente, yo a los seis años sobre mi cama, forzando a mi mente a no olvidar ese momento. Así de sencillo: yo pensando recordarme a mi misma no olvidar recordar. Ja, parece ejercicio de terapia siquiátrica. He intentado volver a hacer eso mismo, con otros momentos, pero hoy día mi mente está mucho más saturada de información, no hay mucha concentración para transformar de adrede momentos triviales en momentos inolvidables. Bueno, a veces sí he podido.
Ya después de los siete años me puedo acordar de momentos más largos, de olores, del olor del pelo de una de las Danielas, del olor del frutillita que me echaba a la boca, de sensaciones, del miedo a alguien escondido debajo de la cama, de sentir felicidad y gritar por ella, de llorar pateando el suelo y escondiendo la cara entre mis brazos sin que nadie me pesque, de escaparme después de tirarle en la cabeza el control remoto a mi hermano y cerrar la puerta, intentado no perder la gran guerra en el forcejeo de la puerta, de agarrarme del pie de mi tío y no soltarme más y arrastrarme y arrastrarme minutos enteros en el suelo, de que todos los compañeros de curso te toquen el diente, “la paleta”, que está suelta. Qué ganas de volver a vivir tanto las emociones. De complacerse en el camino al sueño. Y no sólo después de alcanzarlo.

Me puedo acordar precisamente en este momento de Rosa Montero, quien habla de lo trascendental en la vida del escritor que es escuchar a esa vocecita aguda en La loca de la casa. La loca sería nuestra imaginación y creatividad, esa que está en gran potencia sólo en la infancia o en esas mentes que son capaces de guardarlas, por siempre. Su casa, sería el escribir, el narrar, el placer de crear mundos imaginarios sin que cueste trabajo hacerlo.

Y todo esto por culpa de la memoria. La memoria. Qué vulnerable es la memoria. Qué daría por poder recordarlo todo. Todo lo visto, todo lo tocado, todo lo sentido, todo lo leído, todo lo escuchado. A veces me gusta imaginar que cuando la muerte llegue, traerá entre sus manos amarillas un libro con toda la historia de nuestra vida escrita. Me imagino que cada uno tendrá hasta la eternidad para poder leerla y releerla desde el mismo prefacio, sin que el tiempo se nos ponga por delante con ambos brazos en la cintura.

3 comentarios:

Roberto Fuznet dijo...

Quizá uno ya está muerto. Y la muerte sea sólo un recordar constante.

Nacho ® dijo...

Bueno... la vida no lo sería sin la muerte.


Excelente texto Muri, hace rato que quería leerte.
Saludos.

Pájaro Navegante dijo...

Creo que cuando uno se va ponendo viejo, el único tema que tenemos en frente es la muerte, cuánto queda, qué puedo hacer para esquivarla, que llegue luego mejor. No hay más que eso.
Cuando eres niño, no hay noción de lo que significa la muerte física, no hay ni siquiera la suposición de que algo empieza ni de que algo termina.