Quizás la filosofía se plantee el suicidio, como el desafío que el mismo hombre le hace a las leyes de la naturaleza. Entenderlo como un duelo que ocurre en la naturaleza interna de un único hombre, para mí es mucho más difícil. Ahora, imaginarlo como el cese de la gran guerra entre el hombre y su mundo, tiene un poco más de coherencia, si es que la guerra no parte desde el mismo mundo hacia el mismo hombre. Entonces me pregunto, ¿quién da la primera patada? ¿el mundo, mi mundo, yo?
Me pasa que puedo encontrar el mismo sabor en algunos “y sí” o en los “por qué no”. Ejemplo: adelantar, al devenir no más, en una carretera. O quizás cuando la aguja del velocímetro empieza a ganarle a la del reloj y con sólo forzar un mili centímetro el manubrio para un lado, el auto se podría empezar a comer las aceras, los semáforos, a las personas. Es la misma sensación de perder la razón, por un segundo, y saltar a la pista del vagón segundos antes de que llegue el metro. O cruzar corriendo la Alameda apenas den roja para peatones. O quién sabe, llevarse el caño a la sien, apretando bien las muelas, cerrando los ojos para ver todo el mar en primavera.
Nunca he tenido un arma en las manos. Tampoco he sido muy seguidora de las noticias sensacionalistas, esas que sólo dan para hablar de tiroteos y enfrentamientos de arma a arma en distintos lugares. Me cuesta entender que alguien las hubiese inventado conociendo cómo funciona la mente, a sangre fría, del hombre. Que anden por ahí de mano en mano, con la licencia de quitar la vida al que le toque perderla así.
Pero entonces pienso en todos aquellos en que han pensado ganarse la vida, la otra vida, de la misma forma. Porque mientras escucho Viernes 3AM, de Charly García, me puedo imaginar perfectamente el caño, el tubo del arma heladísimo, en la sien. Puedo sentir los párpados apretados, puedo empezar a sentir qué hay por debajo del pelo de mi cabeza. Me imagino primero el armazón óseo del cráneo, luego el cerebro por dentro, el ruido de mis órganos por dentro, el viaje, a la velocidad de la luz, de mi sangre. Entonces puedo suponer la gran erupción de sangre que va a ocurrir después de que presione el gatillo. Entonces puedo sentir el corazón enloquecido. Sus latidos rompiendo mi pecho por dentro. Las muelas apretadas, la respiración agitada. El sudor helado abatiéndose por mi espalda. Las palmas de mis manos mojadas. Y entonces…el mar en primavera. Ahora, me pregunto, qué, qué hay antes del mar en primavera en la cabeza de los que no pueden más aquí en la tierra, de los que deciden hacerlo, de los que deciden irse. Porque el acto es consciente, existe el arma, existe el gatillo, existe el movimiento del dedo y entonces: ya no estás, dejas de ser.
Además estoy segura de que existe un razonamiento preambular antes de oprimir el arma en la cabeza. Quizás existe el consuelo de que no voy a apretarlo, de que todo es parte de un delirio esporádico, de un delirio del que en algún momento despertaremos, de que el impulso se puede controlar, de que aún no es tarde para arrepentirse. Y entonces, ya no hay más rodeos y me tiro. Me tiro al vacío sin fin. Al vacío que no sé donde me llevará pero que, sin duda, va a ser mejor que esto. Porque cuál si no es a lo máximo que un hombre desesperado podría aspirar. Al propio blanco. A la propia vida. Al ser que para mi es el más infranqueable de todos. Al único que en un descontrol no puedo controlar. A mi mismo. Claro, es la solución más fácil y rápida a todos los problemas, muchos dirán. Villegas habla de que el suicidio podría considerarse un asesinato a la sociedad. Y tiene sentido. Porque en el momento en el que alguien se mata, los de esta otra orilla, cargan con la fractura en la sociedad. Claro, porque el suicida decidió morir para encontrar su felicidad. Porque tuvo fe en el más allá. En ese más allá que nadie sabe qué le deparará. Sí, porque los únicos que tienen que vestir de negro después, que tienen que vivir el luto, que tienen que cargar con el peso de su inesperada partida, que tienen que preguntarse por qué, por qué no haber actuado a tiempo, por qué no haber movido un poco las piezas del jueguito que el destino ha preparado para algunos, todos ellos son los que se quedan, los que nos quedamos a esta orilla.
Creo que es la mejor prueba para afirmar que sí, que sí hay vacíos hediondos y sucios, bajo el piso estructural sobre el que muchos, hoy día, siembran sus idealismos, haciendo vista gorda de todos esos que buscan el mar en primavera. Huecos quizás sin eco, silenciosos, vacíos en donde falta un poquito de ventilación. Bastaría pensar que el mar no sólo se puede ver en primavera y que como diría Albert Camus, juzgar si la vida vale o no la pena vivirla, sería respondernos a la pregunta fundamental de la filosofía, sería encontrar la verdad más verdadera de todas.