sábado, 31 de marzo de 2007

Are you lonesome tonight?

El murmullo de diez conversaciones casuales, hola, qué hubo, cómo has estado, no me digas, y qué ha sido de tu hija. Humo, las cenizas del aire sobre la gente, grises como las alas de una polilla. Una risa escandalosa y luego su eco multiplicado en varias bocas, labios estirados, gargantas al desnudo, cuellos inclinados hacia atrás. El bajo de Are you lonesome tonight? naufraga entre las palabras que saltan sobre las cabezas. Un remolino de preguntas que suenan, respuestas rápidas, las mismas que nunca cambian, no te creo, qué increíble, pero qué bueno, me alegro por ti, qué lástima, exclamaciones listas para lanzarse al aire. Y entonces dos miradas de cerca que chocan y se sostienen en el aire.

— ¿Blanco o tinto?
— Tinto —responde sin aire.

El vino empieza a deslizarse desde la botella como una serpiente púrpura, como una esquelética lengua que empieza a recorrer la boca de la copa. Como en un movimiento lento de caderas, el hilo va balanceándose, de un lado a otro, de un lado a otro, suavemente. Y en su espesor, va volviéndose denso y viscoso, vuelve a ser la oscura sombra de algo enjaulada en un cristal. Y siguen como estelas en un lago, ondas de la brusca caída del líquido, esparciéndose por la superficie.
La mano de ella sigue temblando por debajo del guante de seda. El escote prominente rociado de manchas rojas, la piel de sus labios aún tibia. De pronto, una risa tímida se le escapa. Es imposible taparse la boca con la mano, él va a notar que su mano todavía palpita.

— ¿de qué te ríes?
— Es que… —se demora en hilar sus palabras— te...te demoras mucho.
— ¡Ah! ¡sí! ¡perdón! —alcanza a decir cuando de un golpe brusco termina de vaciar el líquido a la copa. Una gota se suicida lentamente por el borde de la botella.
— ¿y tú, no vas a tomar nada? —sus ojos están fijos en los de él, el borde de su boca empieza a rozar el vidrio de la copa.
— ¿Es necesario?
— ¿qué es necesario? —pregunta y de un exhalo empaña el cristal.

Él también exhala como cansado y se ríe. Sabe que si se lleva la copa entre sus dedos no va a ser capaz de sostenerla. La palma de una de sus manos en especial, todavía suda de sobremanera.

— ¿te gusta Presley?
— Sí.
— ¿mucho?
— Sí.
Do the chairs in your parlor seem empty and bare?

Ella no dice nada. Quiere reír pero no fingir. A veces las casualidades sacadas de una novela rosa, de una cursileria hollywoodense, no eran más que eso: un enredo de fantasías mal tejidas en su cabeza, imposibles de llevarse a cabo en el mundo real.

—Ahí está bien, gracias —dice mirando la mano anónima que le llena la copa— I tell you dear, I am lonesome this night —tararea para si misma despacio, con la nariz asomada al cristal, mientras camina sin dirección hacia algún lado.

miércoles, 28 de marzo de 2007

Juicios morales con sede en el destino

Hoy día me dieron vuelto de más dos veces. Yo, como buena cristiana, fui consecuente con mis principios y devolví la plata. Las dos veces. Sin rodeos mentales, sin darle vuelta al asunto. Dos veces en menos de dos horas de diferencia, y harta era la diferencia que me estaban entregando. El tema es que una vez más el juego del destino se entromete en mi cabeza. Cómo puedo hacerme creer que el diez por ciento de decisión personal (yo soy mis decisiones) y el noventa por ciento de un futuro predeterminado, de ese inmóvil, pesado e inalterable destino, terminan por moldear mi camino si es que a veces se ven tan, pero ven tan difusas sus diferencias. Porque entonces podría decir que el destino me estaba regalando plata de más, que harta falta me hacía justo hoy día que se me había olvidado por completo la carguita de la BIP. Pero mi moral, mi ética personal, mi decisión final en el juicio oral que sólo yo escucho por dentro de mi cabeza, ni se pasó por mi mente contraer el puño y olvidarse de algo que no era mío, que no me correspondía formalmente. La pregunta es, ¿se podría cuestionar la moral de una persona, la moral cristiana que nos obliga al acto solidario, sincero, consecuente, a ese que inversamente nos prohíbe hacer al prójimo lo que no nos gustaría que nos hicieran, cuando el destino, una señal del destino empieza a pegarnos insistentes golpecitos por la espalda? Una vez casi pierdo un avión porque me faltaban diez centavos argentinos. Estaba empezando a entrar en la desesperación cuando de pronto, por debajo de mis pies, aparece tirada esta ficha color plata como avisándome que todo ese día estaba fríamente calculado. Que mi vuelta a Chile estaba ya confirmada en la historia de mi vida. Todo esto en un paradero, a tres minutos de que llegara la micro. Quizás esa plata tirada en el suelo le hubiera dado de comer a un indigente (junto a más monedas, está claro), de esos que se pelean los basureros para dormir en la ciudad de Buenos Aires y yo la tomé casi victoriosa, segura de que era para mi, de que el destino la había dejado caer a la tierra desde sus remotas alturas. Yo sí creo en el destino, pero también creo que muchas de sus señales no están predeterminadas.

viernes, 23 de marzo de 2007

"Mi última vez"

Estoy segurísima que cada una de las personas guarda preciadamente en la memoria los detalles de un sin fin de “primeras veces”. Y me atrevería a afirmar que hay una edad en la que más se dan; me imagino que debe ser entre los trece y veinte años más o menos, edad en la cual dejamos las alitas de papel en el suelo para empezar a cargar con mil obligaciones sobre los hombros. En este periodo vamos adquiriendo muchos hábitos que, está claro, perdurarán por un tiempo, también nos despedimos de algunos. Lo interesante es que en todas estas “primeras veces” está la completa certeza de que tales momentos tendrán, de seguro, su puesto guardado en el subconsciente. Claro, porque serán inolvidables, ningún soplo del tiempo los hará volar. Es primera vez que lo experimentamos, ¿o no? Aparte uno sabe que es la primera vez, porque no lo ha vivido nunca y por lo mismo cobra más importancia. Recuerdo con especial nostalgia la primera vez que pude andar en bicicleta sin las rueditas de los lados, la primera vez que pude leer decorrido las instrucciones para hacer una jalea, la primera vez que fui a una fiesta y me fueron a buscar a las once de la noche, la primera vez que hice pan y se me olvidó echarle levadura, la primera vez que anduve en micro sola, la primera vez que aspiré el humo de un cigarro, que viajé en avión sola, que hice una entrevista, que me compré un cd, que manejé un auto. Imagino que en el acto consciente hay un reflejo que nos pone los sentidos alerta y raya por encima esos momentos como “necesariamente memorables”. Bueno, aquí empieza la teoría. Ahora, cómo recordar las últimas veces de algo, hacer del acto obviamente impensado (uno no sabe, a menos que sea clarividente, qué nos depara el destino) que eso que acabo de hacer, lo hago por última vez en la vida y por lo mismo, transformémoslo en inolvidable. Claro, hay excepciones en que uno sabe al cien por ciento que son los últimos y es difícil aceptarlo, aceptar que sí, que sí existen los “nunca más en la vida”. Recuerdo la última vez que entré a los resbalines de tubos, con ese olor sólo identificable por los niños que estuvimos adentro, de los McDonalds. Sabía esa vez que era mi última vez porque, no sé qué edad habré tenido, pero ya no era cómodo resbalarse por los tubos. Hoy día sé que no puedo subirme a ellos, ya pasé los nueve años y dudo, a menos que un día en la noche ingrese a escondidas, que me dejen entrar por la rejilla de cordeles. También recuerdo mi último día de clases en el colegio, sabía que nunca más usaría el uniforme y también sabía que debía aprovechar esas últimas horas porque nunca más se iban a repetir.
En resumen, creo que es mucho más difícil acordarse de los “nunca más” que de las “primeras veces”. Despedirse de acciones y hábitos y tener la certeza de que nunca más los vas a hacer me da terror. Y pienso que le pasa a más gente también. Porque, en el fondo, te muestran un pedacito de lo que significa el paso del tiempo, la fugacidad de la vida, la grandiosidad de momentos que hay que olvidar, abandonarlos, porque “olvido hay que vivirlo”, quitar una acción para poner en su lugar a otra. Yo al menos les tengo pánico y el miedo no está relacionado con la predisposición a tener la vida estructurada y saber que esto y esto otro siempre van a estar. (Creo que por eso uno llora tanto cuando una persona cercana se muere, tienes el cien por ciento de seguridad que nunca, “nunca más” la vas a ver) No sé, pensar en la última vez que debo haberme tirado al suelo para guardar bajo mi falda un montón, no reducido, de dulces suicidas de una piñata y haber tenido la certeza de que era la última vez que lo iba a hacer, habría sido desesperante, probablemente habría dejado a todos mis amiguitos sin ningún dulcecito.
Y prefiero no saber ni tener la certeza de que “nunca más” los voy a vivir, esos momentos, de que como en el Farewell de Neruda, nunca más voy a tener un poquito de esa persona, porque así es y punto. El miedo es quizás sólo por el hecho de reconocer que, por ejemplo, ya estás grande y por más que intentes afanosamente, lo más probable es que no sientas un remolino en la guata mientras cruzas entre dos tubos en altura, por el puente de elásticos de colores.

domingo, 18 de marzo de 2007

Uno, dos, tres, cuatro, siéntalos, siéntalos

¿Si es que me castañean cuando como? pero claro, pero no sólo cuando como, cuando me quedo callado también incluso, suenan solos, rechinan así como agudo, mire, ¿escucha?, ¿sí?, pero eso no es lo peor, mire tóqueme la pera, ¿la siente?, no, pero tóquela bien, así, para abajo, eso, así mismo, ¿ve como tengo salido?, delgadita se me puso la piel, ¿cómo?, ¿qué dice?, no, no es de ahora, uno no se da cuenta y ya aparecen todos los años metiéndose por debajo de la piel, rasguñándola por dentro, en la piel de las manos, míreme, llenos de manchas cafés, todos larguiruchos los dedos, no sé de adonde me salieron tanto lunares si cuando yo era jovencito, un chiquillo, igual que usted, nada, nada de venas hinchadas por encima de mis manos, míreme las palmas, amarillentas si hasta más amarillas que los postizos, y nada de varices, no si no se las muestro a nadie, cuando yo era un chiquillo nada de tirones en la espalda, en los brazos, mire como se me cae la piel, parezco murciélago, no si yo era igual que usted, pero usted sabe, uno ni se da cuenta y el tiempo se pasea por todos lados, tengo piel de cebolla, flaquita y flácida como un chicle. Mire, lleno de pelos, en la nariz, en las orejas, sí, me los corto, con una tijera, sí, con lentes me los corto, sino quizás qué me corto, y uno ni se da cuenta y ya tiene los pelos blancos, todos los pelos blancos, y lunares carnosos, no, no me molestan, hay que acostumbrarse, si yo me acuerdo esas veces en que no podía estar un segundo tranquilo, por el tiempo, si es que se me iba de las manos el tiempo, se me iba, y ahora, lo tengo aquí mire, aquí en la palma de mis manos, mire, cuántos segundos han pasado, cuántos segundos, mire contemos los segundos, uno, dos, tres, cuatro, ¿los siente?, ¿siente como se pasean entre mis dedos?, ¿los siente?, es como si con el tiempo, el tiempo se olvidara de nosotros, es como si uno tuviera que aprender de eso en la vida, a ganarse su respeto, a aprender a aprehenderlo, es difícil, claro que es difícil. No, no es cosa de entenderlo y así metérselo en los bolsillos no más, de buenas a primeras, no, no, hay cosas que hay que vivir, vivir para vivirlas, que el cuerpo se vaya chamuscando en el camino, ¿que si me pesa?, ¿el cuerpo? ¡claro que me pesa! ah, que si me molesta, bueno pero qué le voy a hacer, así también le vendo la pomá, no va a ir a preguntarle usted a cualquier bolsa acerca de la vida, hay que vivir primero, y hay que estar consciente de eso, hay que estar consciente de que uno está vivo y de que claro, hay hartas cosas que uno ha vivido.


¿Ve como pasan los segundos?, siéntalos, uno, dos, tres, cuatro…quizás le falte vivir, vivir de verdad, para poder sentirlos.

domingo, 11 de marzo de 2007

Y llevas el caño a tu sien, apretando bien las muelas


Quizás la filosofía se plantee el suicidio, como el desafío que el mismo hombre le hace a las leyes de la naturaleza. Entenderlo como un duelo que ocurre en la naturaleza interna de un único hombre, para mí es mucho más difícil. Ahora, imaginarlo como el cese de la gran guerra entre el hombre y su mundo, tiene un poco más de coherencia, si es que la guerra no parte desde el mismo mundo hacia el mismo hombre. Entonces me pregunto, ¿quién da la primera patada? ¿el mundo, mi mundo, yo?

Me pasa que puedo encontrar el mismo sabor en algunos “y sí” o en los “por qué no”. Ejemplo: adelantar, al devenir no más, en una carretera. O quizás cuando la aguja del velocímetro empieza a ganarle a la del reloj y con sólo forzar un mili centímetro el manubrio para un lado, el auto se podría empezar a comer las aceras, los semáforos, a las personas. Es la misma sensación de perder la razón, por un segundo, y saltar a la pista del vagón segundos antes de que llegue el metro. O cruzar corriendo la Alameda apenas den roja para peatones. O quién sabe, llevarse el caño a la sien, apretando bien las muelas, cerrando los ojos para ver todo el mar en primavera.

Nunca he tenido un arma en las manos. Tampoco he sido muy seguidora de las noticias sensacionalistas, esas que sólo dan para hablar de tiroteos y enfrentamientos de arma a arma en distintos lugares. Me cuesta entender que alguien las hubiese inventado conociendo cómo funciona la mente, a sangre fría, del hombre. Que anden por ahí de mano en mano, con la licencia de quitar la vida al que le toque perderla así.
Pero entonces pienso en todos aquellos en que han pensado ganarse la vida, la otra vida, de la misma forma. Porque mientras escucho Viernes 3AM, de Charly García, me puedo imaginar perfectamente el caño, el tubo del arma heladísimo, en la sien. Puedo sentir los párpados apretados, puedo empezar a sentir qué hay por debajo del pelo de mi cabeza. Me imagino primero el armazón óseo del cráneo, luego el cerebro por dentro, el ruido de mis órganos por dentro, el viaje, a la velocidad de la luz, de mi sangre. Entonces puedo suponer la gran erupción de sangre que va a ocurrir después de que presione el gatillo. Entonces puedo sentir el corazón enloquecido. Sus latidos rompiendo mi pecho por dentro. Las muelas apretadas, la respiración agitada. El sudor helado abatiéndose por mi espalda. Las palmas de mis manos mojadas. Y entonces…el mar en primavera. Ahora, me pregunto, qué, qué hay antes del mar en primavera en la cabeza de los que no pueden más aquí en la tierra, de los que deciden hacerlo, de los que deciden irse. Porque el acto es consciente, existe el arma, existe el gatillo, existe el movimiento del dedo y entonces: ya no estás, dejas de ser.
Además estoy segura de que existe un razonamiento preambular antes de oprimir el arma en la cabeza. Quizás existe el consuelo de que no voy a apretarlo, de que todo es parte de un delirio esporádico, de un delirio del que en algún momento despertaremos, de que el impulso se puede controlar, de que aún no es tarde para arrepentirse. Y entonces, ya no hay más rodeos y me tiro. Me tiro al vacío sin fin. Al vacío que no sé donde me llevará pero que, sin duda, va a ser mejor que esto. Porque cuál si no es a lo máximo que un hombre desesperado podría aspirar. Al propio blanco. A la propia vida. Al ser que para mi es el más infranqueable de todos. Al único que en un descontrol no puedo controlar. A mi mismo. Claro, es la solución más fácil y rápida a todos los problemas, muchos dirán. Villegas habla de que el suicidio podría considerarse un asesinato a la sociedad. Y tiene sentido. Porque en el momento en el que alguien se mata, los de esta otra orilla, cargan con la fractura en la sociedad. Claro, porque el suicida decidió morir para encontrar su felicidad. Porque tuvo fe en el más allá. En ese más allá que nadie sabe qué le deparará. Sí, porque los únicos que tienen que vestir de negro después, que tienen que vivir el luto, que tienen que cargar con el peso de su inesperada partida, que tienen que preguntarse por qué, por qué no haber actuado a tiempo, por qué no haber movido un poco las piezas del jueguito que el destino ha preparado para algunos, todos ellos son los que se quedan, los que nos quedamos a esta orilla.

Creo que es la mejor prueba para afirmar que sí, que sí hay vacíos hediondos y sucios, bajo el piso estructural sobre el que muchos, hoy día, siembran sus idealismos, haciendo vista gorda de todos esos que buscan el mar en primavera. Huecos quizás sin eco, silenciosos, vacíos en donde falta un poquito de ventilación. Bastaría pensar que el mar no sólo se puede ver en primavera y que como diría Albert Camus, juzgar si la vida vale o no la pena vivirla, sería respondernos a la pregunta fundamental de la filosofía, sería encontrar la verdad más verdadera de todas.

lunes, 5 de marzo de 2007

¿Dónde se van?

No quisiera plagiar a Proust quien después de sentir un olor que le recordó a su infancia, empezó a desenredar toda su historia de vida, partida en episodios que representaban cada una de las etapas que la formaban. Pero después de encontrar a las Danielas, que estaban escondidas en uno de esos rincones secretos de mi casa, no pude sino olerlas y recordar el momento, en el que años atrás las tapé con un género, que hacía de cubrecamas, y les di las buenas noches para siempre. Las Danielas son cuatro muñecas. No son gemelas, ni mellizas, ni siquiera son hermanas. Incluso llegaron a mis manos con años de diferencia. Freak: a todas les puse el mismo nombre. Todavía no me explico por qué. Bueno, en ese momento, con las muñecas mirándome con ojos de “no nos separemos una vez más”, quise forzar un poco la mente y retroceder lo máximo posible en mi historia de vida. Concentrada busqué un momento entre mis primeros tres años de vida, que durara unos minutos o no sé, unos segundos, para poder recrearlo en mi mente. Y nada. Nada que pudiera remontarme a los tres ni a los cuatro ni a los cinco años. Nada aparte de escenas sin tiempo, sin ruido, casi sin colores. Momentos sin movimiento. Ejemplo: yo sentada en la tierra. Y sería. Y nada más porque 1) simplemente no hay nada más que eso en mi memoria y 2) el resto es fácilmente recreable en la mente. Me imagino yo sentada, con las manos llenas de tierra y después me imagino la mano llegando a la boca y la tierra mezclándose con mi saliva. Y después me imagino la tierra deshaciéndose de a poquito en mi lengua. Y después me imagino a mi mamá llegando a donde estaba yo y sacándome las manos de la boca y diciéndome, no Coti, eso es caca, caca, nunca más, caca, y tomándome en sus brazos y yo no razonando nada. Después intento avanzar un poco más. Porque creo que es imposible que hasta los cinco años me convierta en la mera escena sin dimensión de una cachetona que ríe, que llora, que se baña en una tina, que se disfraza de una flor, que apaga con la baba las velitas de una torta. Que todas mis primeras historias queden aprisionadas en fotos, en segundos que primero han sido inmovilizados y después salpicados por las casas de las abuelas, las de los tíos, en las paredes que miras, sin ver, cada vez que subes la escalera en la casa de uno mismo. Que todos esos momentos hoy día vivan ahí y en ningún otro lado. Que la memoria sea tan indiferente a esas importantísimas raíces que hoy día sostienen a cada persona. Lo que viene es interesante. Me acuerdo perfectamente, yo a los seis años sobre mi cama, forzando a mi mente a no olvidar ese momento. Así de sencillo: yo pensando recordarme a mi misma no olvidar recordar. Ja, parece ejercicio de terapia siquiátrica. He intentado volver a hacer eso mismo, con otros momentos, pero hoy día mi mente está mucho más saturada de información, no hay mucha concentración para transformar de adrede momentos triviales en momentos inolvidables. Bueno, a veces sí he podido.
Ya después de los siete años me puedo acordar de momentos más largos, de olores, del olor del pelo de una de las Danielas, del olor del frutillita que me echaba a la boca, de sensaciones, del miedo a alguien escondido debajo de la cama, de sentir felicidad y gritar por ella, de llorar pateando el suelo y escondiendo la cara entre mis brazos sin que nadie me pesque, de escaparme después de tirarle en la cabeza el control remoto a mi hermano y cerrar la puerta, intentado no perder la gran guerra en el forcejeo de la puerta, de agarrarme del pie de mi tío y no soltarme más y arrastrarme y arrastrarme minutos enteros en el suelo, de que todos los compañeros de curso te toquen el diente, “la paleta”, que está suelta. Qué ganas de volver a vivir tanto las emociones. De complacerse en el camino al sueño. Y no sólo después de alcanzarlo.

Me puedo acordar precisamente en este momento de Rosa Montero, quien habla de lo trascendental en la vida del escritor que es escuchar a esa vocecita aguda en La loca de la casa. La loca sería nuestra imaginación y creatividad, esa que está en gran potencia sólo en la infancia o en esas mentes que son capaces de guardarlas, por siempre. Su casa, sería el escribir, el narrar, el placer de crear mundos imaginarios sin que cueste trabajo hacerlo.

Y todo esto por culpa de la memoria. La memoria. Qué vulnerable es la memoria. Qué daría por poder recordarlo todo. Todo lo visto, todo lo tocado, todo lo sentido, todo lo leído, todo lo escuchado. A veces me gusta imaginar que cuando la muerte llegue, traerá entre sus manos amarillas un libro con toda la historia de nuestra vida escrita. Me imagino que cada uno tendrá hasta la eternidad para poder leerla y releerla desde el mismo prefacio, sin que el tiempo se nos ponga por delante con ambos brazos en la cintura.