jueves, 26 de abril de 2007

Improbable pero no imposible

El tipo que le hace de modelo a Magritte llega, se enfrenta a un espejo y no se ve a él sino que ve el reflejo de su espalda. Ahora, cómo encontrar la explicación racional, la razón científica de la situación. No hay. Y punto. Un jueguito ilusorio más, de los tantos que ocupa Magritte para que cada espectador se quede clavado en la tela dándole vueltas al asunto como inteligentonto, pensando y pensando qué quiere decir el tipo, cuál es la reflexión que está haciendo. Pero a diferencia de Dalí, Magritte no realiza críticas literales a la sociedad contemporánea ni a sus prioridades, ni tampoco a sus decisiones, ni a sus modos de ver la vida.

En una exposición de Dalí que visité para los cien años de su muerte, revisé un catálogo entero de simbolismos. Y sí: los relojes derritiéndose no son un mero recurso estilístico original Daliano, sino una argumentada crítica a la irrelevancia del tiempo en la sociedad actual.
Entonces, volviendo a Magritte: ¿qué pretende este pintor satirizando, por ejemplo, dimensiones de espacio? ¿Acaso sólo llamar la atención a partir de mundos imaginarios, creados con una tremenda genialidad?
Yo creo que Magritte se cuestiona la realidad en términos mucho más psicológicos, y se plantea el «azar» como una posibilidad más, dentro de todas las posibilidades que colapsan, en el día a día, al oído. La otra vez pensaba cómo sería que, haciendo una muy superficial comparación con La Metamorfosis de Kafka, de un día a otro, uno amaneciera con las manos al revés, o sea con los dedos gordos donde están los más chicos y así, todos los dedos en lugares en donde no deberían estar según lo dictan las leyes de la naturaleza humana (nunca he escuchado de una deformación congénita parecida, que los dedos de las manos te salgan desordenados, por lo mismo más azar, menos probabilidad). Todo el cuerpo empezaría a funcionar mal y no creo que yo por lo menos, pudiera llegar a pensar en una solución rápida, es un impredecible tan imposible que yo creo que me moriría de un ataque a la incredulidad. Y aunque considerándome a veces demasiado surrealista, pienso que sí hay situaciones de la misma naturaleza con las que día a día nos topamos o nos toparemos y que no escapan de ser imposibles: los impredecibles que se esconden detrás de los árboles y que en los momentos más inesperados, se te tiran encima con los brazos abiertos y son capaces de tenerte apresada por minutos enteros y de un tirón soltarte. Dejándote tirada en el piso con la sensación de un cuerpo a medias, con el susto viviendo unos días por debajo de la piel.

Siempre le he tenido terror a los semáforos. Temor en la perfección ofrecen en el funcionamiento de su sistema, temor en la confianza que les regala la gente común y corriente, confianza cuando manejamos cien por ciento entregados a lo que las verdes, rojas y, sólo algunas veces, las amarillas nos digan. ¿Qué pasaría si el sistema colapsa? Pero no como cuando se corta la luz y las preferencias hay que saber cederlas. Si no que el sistema colapsara y que al mismo tiempo diera verde para todos los lados y auspiciar choques perpendiculares, así, tan rápido como pasa…este segundo.
Es el mismo miedo que sentí la primera vez que me subí a un ascensor sola. Apreté «cero» pensando que aparecería en el «piso uno», sin saber que hay edificios que tienen la recepción en el «uno» y los estacionamientos en el «cero». El tema es que en ese momento, aparecí en una dimensión absolutamente desconocida, segura de que no podía ser posible que si yo apretaba un piso apareciera en otro, debía estarlo soñando, no había más lógica que eso.
Quizás cuántas otras posibilidades se me van ahora, eventuales quiebres en lo que cada uno creía sentir real o también imposible. Hay muchos idealistas que dicen «haz de todo lo imposible, tu realidad posible», pero ¿qué pasa si posible e imposible terminan fundiéndose en uno, en el azar, en lo improbable pero no imposible?

sábado, 21 de abril de 2007

Escribir, escribir y escribir

Hay días en que invento demasiadas historias dentro de mi cabeza. Con una sola palabra, puedo desenredar todo un relato. O con una expresión. También, partir la ficción con el verbo —conjugado en algún tiempo— de una acción emprendida por alguien. O con una declaración fuerte de un personaje que de pie a la respuesta de otro y después que el primero conteste y así, infinitamente. De esta forma un diálogo empieza a fluir y a fluir en mi cabeza. Es la sensación de sentarse de piernas cruzadas frente a un escenario y ser la espectadora de una historia que voy entendiendo, que voy explorando a medida que va sucediendo, dentro de mi mente. Con suerte, cuando no estoy al frente de un teclado, puedo tener algún papel y un lápiz a mano y anoto palabras para luego recuperar el hilo de la historia. Las otras veces, no puedo registrar las imágenes que, en relampagueos, se me cruzan. Y como me pasa con los sueños, casi siempre termino por desecharlas de mis pensamientos. Porque como en otros actos inconscientes, en mi caso la inspiración en el escribir, me viene en momentos inesperados. Es como sentir que mis palabras quieren sufrir una caída libre desde mi boca sin que yo tenga injerencia alguna en lo que ellas quieren contar. Crear historias en la mente, mundos con palabras y por esto vivir momentos enteros en una especie de balanceo entre los mundos de ficción y no ficción en la mente. Que estos dos mundos, terminen peleándose el asiento para acomodarse ahí, por dentro de tu cabeza. Luego sentir una especie de expropiación de tus palabras —muchas veces me ha pasado que escribo palabras que no existen, segurísima no sé de a dónde, que sí le calzan perfecto al relato que estoy narrando—. Dejarse llevar por un extraño y bien modulado dictado que no sabemos dónde me llevará. Quizás por eso disfruto tanto algunas de las historias que imagino. Ni siquiera sé cuál va a ser su final cuando le doy vida a la primera palabra, que sale como disparada a presión, dejando volar a las que vienen apretadas atrás.
Pienso que todos creamos nuestros personajes ficticios a partir de pedazos de personajes de la vida real. Porque inciden mucho las personas con que uno se topa en el día a día para la elaboración de un personaje. Lograr verosimilitud en el relato, nutrirse del mundo real para darle vida al irreal. Como diría Albert Chillón, “literatura es un modo de conocimiento de naturaleza estética que busca expresar lingüísticamente la calidad de la experiencia”, o sea, reflejemos en lo que escribimos una realidad que mantenga estándares mínimos de credibilidad en el lector. Aquí por lo tanto, cada uno debe darle vida a nuestra ficción a partir de qué? De la calidad de nuestra experiencia. O sea: abramos los ojos y fijemos especial atención a esos detalles, a primera vista imperceptibles, que tiene cada una de las personas en el mundo real. Ellos sin duda le darán autenticidad a nuestro relato. El ojo es el que se afina y ya en una conversación diaria, no sólo uno se encuentra con la mirada de la otra persona: a la vista salta su lenguaje verbal y paraverbal. La velocidad del movimiento de manos, la forma de vestirse, el grosor de las cejas, el color de las uñas. Porque claro, no basta con escribir, por ejemplo, que en el lugar de ambientación había un árbol. Hay que decir que el árbol era del verde de las manzanas ácidas o que sus hojas se mecían como el cabello de una mujer en el viento.
André Breton, fundador del surrealismo, defiende a esa vocecita que, a veces, empieza a susurrarnos cuentos por la oreja. Transmite por sobre todo, el uso del automatismo psíquico, sujetando a éste el dictado absolutamente libre del pensamiento, libre de cualquier control de la razón, para escribir.
Pero esta inspiración no sólo pasa por existir, por transformarse en el secreto que alguien te susurra en un momento indeterminado. Porque también se vuelve dependiente de un vehículo para hacerse visible: las palabras y la forma de usarlas. Como si fuera poco, existe un uso de palabras —absolutamente personal pienso— con las que hay que proyectar a todos, la imagen que primero ha sido proyectada en mi pantalla mental. Ejemplo. Cómo poder mostrar al mundo la mirada decidora de un hombre que me observa desde el balcón de un segundo piso. Que apoya los codos en el borde del balcón, y sobre sus manos su mentón y que yo, aunque estando a distancia, puedo sentir el choque de su respiración con el del oxígeno en el aire. Que así, el hombre en su precaria postura, en mi cabeza, es capaz de generarme demasiada curiosidad, demasiadas ganas de saber de dónde viene, a dónde va, qué está pensando. Cómo poder describirlo, así tal cual se pasea por los balcones de mi cabeza, cómo poder darle vida autónoma en la cabeza del que va a leer mi narración. Porque no faltan los momentos en que no hay palabras para ocupar, para poder imprimir la imagen que yo tengo en consideración, antes que termine volándose por los cielos como en un globo aerostático. Rudyard Kipling habla del daimon en la creación literaria y dice que el encuentro con tal ente en la mente del escritor, es el que le permite escribir. Lograr una especie de trance mental y obedecerle como hipnotizado a su dictado, el del daimon. Tanto Kipling como Bretón, aconsejan dejarse llevar completamente por los desvaríos de la señorita inspiración. Algo así como seguirla a ojos vendados en un viaje sin vuelta atrás, dejarse seducir por su coqueto pestañeo y escribir. Sólo escribir.