jueves, 26 de julio de 2007

Hay caras que nunca se olvidan

Hay caras que nunca se olvidan. No sé si habrán sido especialmente sus ojos pero desde que lo vi, y sólo lo he visto una vez, su rostro se me viene a la mente varias veces al día. Quizás son sus ojos sobretodo. Sí, sus ojos deben ser. Quizás por eso no me puedo olvidar de su cara, porque cuando lo miré, él también me miró. Me miró y sentí, quizás por primera vez, que sí podía mantener mis ojos sostenidos en otros. Y al principio no me incomodaba. Al contrario, me gustaba. Me gustaba sentir que con los ojos hablábamos, que los ojos eran las palabras, que un pestañeo era como un abrir y cerrar de la boca, como un estirar y apretar de los labios. Porque hay palabras que no se modulan, que sólo se escuchan y ya ni era necesario escucharlas. Podía sentir cómo sus ojos hablaban con los míos. “Hola”, “hola”, “sé quién eres”, “yo también”. Luego algo extraño en su mirada, quizás tan sólo la respuesta a algo extraño en mi mirada, que me hizo bajar la cabeza y perder la vista en algo que no había en el suelo. No sé si habré sonrojado. Lo más probable es que sí y que él también. O quizás no. Quizás él nunca sonrojó y quizás me siguió mirando fijamente. Quizás me siguió mirando mientras yo sonreía mirando algo que no había en el suelo. Entonces pensé en todo lo que él podía estar pensando de mí y me empecé a ver a mí misma y no a él. Me perdí en mi mirada, en el recuerdo que tengo de mis ojos todas las veces que me he mirado en el espejo. Me empecé a ver a mí mirando algo que no había en el suelo. Y me imaginé a mí evitando la mirada decidora del tipo, mirando hacia el suelo como si intentara hacerle el frente a una mirada intimidante. Me imaginé a mí sintiéndome acorralada por unos ojos anónimos y demostrándolo con mis ojos, con mi mirada. Me enredé en lo que él podía estar pensando de mí y no en lo que yo realmente estaba pensando, en lo que estaba pensando mientras perdía mi vista en ningún lugar. Entonces actué según lo que el hombre podía estar pensando de mí y no según lo que yo realmente estaba pensando. Bajé la cabeza y perdí los ojos en algo que a él lo hiciera sentir anónimo, que a él lo hiciera sentir insignificante para mí, para mi vida.

No lo he vuelto a ver, no. Estoy segura. Y no sé si me gustaría volver a verlo. A veces me imagino sus ojos en los ojos de otro e intento pedirle perdón, intento pedirle una segunda oportunidad, decirle que sí, que fui una idiota al hacerlo sentir como -supongo- lo hice sentir. Aún así no sé si siento culpa. No, no creo. No, eso nunca. Qué más da. Lo más probable es que no lo vuelva a ver y qué más da. Está lleno de ojos en todas partes. Llenísimo. De miradas que quieren hablar, que hablan, que se escuchan entre ellas. Quizás lo vuelva a ver y pueda volver a sostener mis ojos con los suyos y continuar la conversación. “Hola”, “Hola, tú otra vez”, “Sí”, “¿Conversemos una vez más?”, “No”.

jueves, 19 de julio de 2007

Tomando/perdiendo el control

Me acuerdo perfectamente el día que mi papá le sacó las rueditas a mi primera bicicleta. Tengo grabado el segundo en el que, por primera vez en mi vida, yo tenía el control absoluto de mi cuerpo en el aire, en el aire y sin que mis piernas tocaran el suelo. Aquí entro a una encrucijada porque tengo dos versiones de este mismo hecho: una en que me veo a mí «desde afuera» y una en que me veo a mí desde «mí misma» (esta requirió más trabajo mental).

Sé perfectamente el lugar en donde aprendí a andar sin rueditas; camino y paso todos los días por ahí. Hoy día, caminando por ahí, puedo verme a mí misma arriba de la bicicleta, chillando de felicidad, cargando piñas de eucalipto en mi canastilla delantera y apretando fuerte una bocina que sonaba como corneta de cumpleaños. Luego me veo a mí misma ideando, desde el momento en que me subo a la bicicleta, la manera de frenar al borde de la vereda para poder terminar el viaje sin rodillas rasmilladas que lamentar.

Cuando intento mentalizarme desde «mí misma» en esa “primera vez”, en quien era yo a los seis, siete años, tengo la sensación de que en este terreno del que hablo, nacían de la nada montículos empinados y que era muy difícil llegar, llegar, llegar arriba y luego bajar sin perder el equilibrio; llegar, llegar, llegar y luego bajar. Tengo la sensación de haber andado a gran velocidad, esquivando pendientes muy altas, disfrutando y sufriendo a la vez; disfrutando de la emoción que era tener el control de mi cuerpo en el aire, sufriendo por haber alcanzado este mismo control por primera vez, por ya no poder contar con el auxilio de las rueditas a los lados, por tener que aceptar que el viaje en bicicleta iba a depender de mi adiestramiento del manubrio y de nada ni nadie más.

Es raro, lo de las dos versiones, obviamente influye mi edad y mi visión del mundo desde el metro y treinta centímetros que debo haber medido. También influye tanto el desgaste de la memoria como el haber visto, en el mismo lugar, a otras pequeñitas dando su primer paseo en bicicleta y confundir historias y versiones en estos últimos años.

Mi primera experiencia en un auto fue dramática, muy dramática. La primera vez que lo eché a andar, lo hice en reversa y sin saber diferenciar el embriague, del freno, del acelerador. Craso error: En el momento en que debí frenar, aceleré. Dos segundos después de haber puesto la reversa, yo estaba incrustada en el tronco del árbol del vecino. Minutos después de salir del auto, dije (con todos los vecinos de la cuadra llevándose la mano a la boca), tenía como 14 años, que no, que nunca más me iría subir a un auto, que “era mucho el control que tenía de mi vida arriba de un auto”. Recuerdo haber dicho estas palabras en la cocina de mi casa dirigiéndome a todos los que estaban ahí ese día, con mis tías abuelas halagando lo que yo decía con sonrisas tiesas, mirándome con cara de “qué hace esta mocosita hablando de la vida”. Luego vuelvo al momento en el que estaba arriba del auto, en el que ni siquiera el adiestramiento de un manubrio que alcancé después de hartos años de haber andado en bicicleta, me servía para evitar el accidente, en el que sentí el fuerte impacto del árbol con la maleta del auto, en el que incluso segundos después de que el motor se parara, no podía despegar mis manos del manubrio.

Hace poco también tuve un accidente, mucho más grande eso sí. Perdí el control del auto por sesenta metros a más de 80k/h y experimenté la misma sensación que las otras veces. El manubrio, supuestamente el eje conductor, el principal eje conductor del auto ya no conducía nada, se disparaba para todos lados y mi vida ya no dependía de mí, de mis decisiones, de mis experiencias de vida, de mi experiencia en el manejo. Mi vida pasaba como en una proyección de data show y el tiempo, adentro del auto, se detenía. El tiempo se detenía en el momento en el que mi vida se transformaba en una marioneta del destino, en el que me aferraba con todas mis fuerzas a un manubrio que ya no servía, en el que apretaba las dientes, en el que contraía el cuello, en el que el corazón golpeaba contra mi pecho y respiraba rápido, en el que sólo suplicaba. En el que sólo suplicaba que el auto frenara, que fuera frenando hasta llegar al borde de la vereda y así, poder bajarme tranquilamente, tocar la tierra fime con mis pies, terminar el viaje sin -mucho más que- un par de rodillas rasmilladas que lamentar.

Quizás la vida se reducía a eso, pensé en ese momento y aún lo pienso. A no confiarse en que siempre vamos a tener el control del manubrio, a que el precio de la libertad es caro pero que hay que saber pagarlo. Que hay que estar preparado a que los frenos a veces no frenen, a que el manubrio no siempre se pueda maniobrar y a que, aunque sea extremadamente difícil, hay que sacarle las rueditas a la bicicleta para aventurarse a vivir, a vivir de verdad.


sábado, 14 de julio de 2007

No a la planta de gas

Nunca he publicado ninguno de mis trabajos en este blog. No sé, no tengo claro por qué no me gusta hacerlo. Sin embargo hoy día haré una excepción. Y la excepción tiene un por qué. La noticia que anduve persiguiendo —bien de cerca— para el trabajo final de un ramo hace unas semanas atrás, en este minuto está empezando a tomar forma, mucha forma.
Quisiera mostrarles una verdad que está afectando a un tremendo grupo de personas, una verdad que apenas puede conseguirse un pie de página en un diario de difusión nacional y que, pienso, necesita de manera urgente empezar a conocerse. Creo que este es un problema que nos afecta directamente a todos, como ciudadanos, como defensores de no sólo nuestro entorno natural sino que además de la vida de cientos de personas.
La historia que les cuento es acerca de la posible (¡ahora más que nunca!) construcción de la planta de gas propano en la comuna de Peñalolén. Para los que estén interesados en profundizar acerca de la noticia, existe un sitio web (
www.noalaplantadegas.org) preparado por los vecinos de Peñalolén.

La nebulosa del gas
Cuando lo que hay en el aire no es tan transparente.
Por Muriel Alarcón

No se sabe si tenía o no el freno de mano puesto. El jeep, estacionado a metros de donde se construiría la planta de gas, había llevado a miembros de la Contraloría a inspeccionar, en terreno, el proyecto de Metrogas. Mientras caminaban por el lugar, el Hyundai Galloper se volcó sesenta metros cuesta abajo por un sendero ecológico. El vehículo, sin pasajeros adentro, quedó incrustado en la tierra. «No hubo heridos ni declaraciones de los que subieron», recuerda Poldi Furlan, testigo del accidente ocurrido hace un mes atrás.
Que el jeep se hubiera volcado, permite a Edgardo Gómez, vocero de los vecinos de Peñalolén, asegurar que el terreno no es apto para albergar estanques de gas. Camiones, de 22 toneladas y 16 metros de largo, subirían cada media hora por pendientes de hasta treinta grados, en pleno sector residencial, para abastecer a la planta. «Además se estacionarían casi que en el mismo lugar desde donde se cayó el jeep», añade Gómez. Y aunque Metrogas desmienta riesgos, Isabel Pla, concejal UDI de la comuna, opina todo lo contrario.

En su estudio de impacto, Metrogas no incluiría el riesgo de una eventual explosión de los camiones, porque la empresa externalizaría el servicio. «Si un camión explota, vamos a tener que ir a hablar directamente con “Juanito Pérez”, el chofer, para pedirle explicaciones por vidas que haya que lamentar», asegura Pla.

Furlan trabaja hace tres años en los terrenos en donde se construiría la planta. Es el mentor de "Cantalao Cordillera", un proyecto que pretende crear un Centro de Educación Ambiental para niños en plena precordillera. El proyecto, que en un principio usaría 642 hectáreas, hace un mes sufrió una repentina modificación. «Cuando se firmó el acuerdo, nos dimos cuenta que a Cantalao le habían restado dos hectáreas —cuenta el ecologista—. Dos hectáreas que le habían sido entregadas a Metrogas», agrega.

Que los niños que asisten a clases de educación ambiental tengan a metros de la sala una planta de gas, no sería la única contradicción: el acceso a Metrogas y a "Cantalao Cordillera" también sería el mismo, señala Furlan. Elizabeth Caneloa, presidenta de la Unión Comunal, agrega: «Es una inconsecuencia que la Corema acepte en un mes dos proyectos incompatibles entre sí».

Tras los sucesivos cortes del gas desde Argentina, Juan Meriche, asistente ejecutivo del subsecretario general de la Comisión Nacional de Energía, afirma que es urgente la construcción de una planta de respaldo. Aún así, no toma responsabilidad alguna del tema por parte del organismo al que representa. «Más allá de dónde se instale, nos preocupa que exista —afirma rehusando a contestar las preguntas referidas a la planta—. La Corema es la que toma la decisión, no nosotros».

Según Furlan, en la reunión en donde la Corema (Comisión Regional del Medio Ambiente) aprobó la puesta en marcha del cincuenta por ciento del proyecto, habría quedado clara la parcialidad del Gobierno frente al tema. El ecologista recuerda que en la oportunidad la intendenta estaba muy nerviosa. Los primeros cuatro votos fueron en contra: El quinto fue el de ella. «Levantó la mano y dijo que estaba a favor. Luego pidió voto a mano alzada para el resto». No por casualidad, explica el dirigente de Greenpeace, los doce votos restantes habrían estado a favor.

En la acalorada reunión ocurrió otro suceso particular, rememora la concejal. Un error de la secretaria hizo que Metrogas se viera obligado a escribir una nueva acta. En el documento, saldo de la reunión, se aceptaba la construcción de estanques de gas —de la que ni se habría hablado— durante la primera fase del proyecto. La Contraloría, que ya tiene la nueva acta, debe revisarla y emitir, en el próximo mes, el sí o no definitivo a la propuesta de Metrogas.

Edgardo Gómez cuenta cómo se enteró de la construcción de la planta: «En plena reunión de vecinos, llegaron los tipos de Metrogas a mostrar el proyecto, seguros que no habría oposición”. El general del ejército en retiro cuenta que llegó a vivir el año 2000 al Club de Campo Sur, el condominio que queda más cerca de la planta. «¡Nada!, ¡ningún indicio de nada!. A nosotros se nos vendió un terreno, de frente y de espaldas, ubicado en una zona de naturaleza protegida», señala. Si la planta se aprueba, el lugar en donde vive se convertirá en el corazón de una zona industrial. Gómez dice estar asustado junto a su esposa y su hijo. «Tenemos una bomba de tiempo encima. El miedo más grande es la inminente muerte de mi familia, a cada rato», dice.

Paralelamente, Metrogas no da declaraciones del tema. Carlos Cortés, portavoz de la Asociación del Gas Natural, tampoco da información al respecto. Luego agrega: «Como gremio, no nos pronunciamos sobre iniciativas concretas de las empresas de la Asociación». La Corema señaló que no se pronunciaría respecto al tema por el momento por aún encontrarse la discusión en boga y, en cambio, aseguró que la vocería la podía ejercer la Conama (Comisión Nacional del Medio Ambiente). Annie Kutscher, encargada del área de comunicaciones de la Conama, dice que su portavoz oficial no iba a acceder a una entrevista.

La concejal, el ecologista y el residente coinciden en algo: que la planta se construya en Peñalolén, y no en cualquier otra comuna, se debe a una razón económica y a una política. Económica porque, según Gómez, «les sale unas lucas menos». Pla explica que en Peñalolén ya hay camino habilitado para los camiones —no habría que pavimentar la ruta— por lo tanto nadie se “metería la mano al bolsillo”. Política, dice la concejal, porque en el sector oriente existe mayor presión por parte de los residentes.

El ecologista luego agrega que más preocupante que lo último, es la “vista gorda” que estaría haciendo del problema la Corema. Mientras camina por el terreno en el que, una vez aprobado el cien por ciento del proyecto, se levantaría la planta, un grupo de hombres que realiza estudios de topografía, da vueltas por el lugar. «Nivelar, cercar, es lo único que pueden hacer estos gallos por ahora», dice fuerte como advirtiendo a los topógrafos que él aún no se ha dado por vencido. Luego llega hasta la orilla de la quebrada que ha sido cercada con un alambre de púas. Se detiene frente a una panorámica de los condominios de Peñalolén Alto y continúa: «El gas no se ve. En caso de una fuga, empieza a bajar sin que nadie se dé cuenta». De pronto saca un encendedor, lo prende y señala: «Una llamita así de fina y…».

Vista de la cordillera desde uno de los polvorines que serían habilitados como refugios para el proyecto de educación ambiental «Cantalao Cordillera»




Ecocentro ambiental Proyecto «Cantalao Cordillera»

Vista panóramica de los condominios de Peñalolén Alto desde la quebrada