lunes, 26 de febrero de 2007

Qué fuerte que llovió

Y entonces el silencio incómodo otra vez, el silencio que grita y no hay nada que decir, no hay qué decir, qué fuerte que llovió el otro día, él dice, y entonces hay un consentimiento con la cabeza, y sí, fuerte, muy fuerte, digo yo sin saber siquiera si es que llovió, si es que fue tan fuerte como él dice, claro, qué fuerte que llovió el otro día, le digo.
Y entonces volvemos al mismo camino, a la misma dirección, seguros los dos de que esto no tiene sentido, de que no nos interesa saber el uno del otro, de que no te conozco y no me interesa conocerte, porque no sé de a dónde has salido, no sé cuál es tu historia de vida, no sé cómo llegaste a ser quién eres, ni tampoco me interesa, no me interesa saber que vivencias han fijado en tus ojos esa mirada de hombre cansado.
Y entonces no sé qué decir ahora, porque no quiero quedar mal, porque claro, mis absurdas preguntas delatarían mi tremendo desinterés en saber quién eres, en qué sueñas, en qué crees, en cuáles son tus motivaciones para vivir en esta vida sin sentido. Y entonces mejor me callo, no digo nada, ni siquiera sé si llovió, sólo quiero salir de aquí, escapar de este lugar, fingir una prisa y desaparecer de la vista del hombre, del hombre que no conozco, que no sé dónde he visto y que me ha saludado y al que yo también he saludado de la misma forma, con el mismo abrazo incómodo, que él me ha dado más largo y al que yo he escapado sin querer y al que al darme cuenta de mi falta, he vuelto cuando tú te has ido, entonces has vuelto también y entonces yo me siento incómoda y ahora sí, ahora sí me he escapado.
Y entonces me ha preguntado por mi, yo, sí, estoy muy bien gracias, y ha seguido por mi hija y por mi esposo y le he respondido que están muy bien, que están en casa, que la Pilarcita perdió su primer diente y que a Manuel lo han subido de grado en el hospital, que ahora es jefe de su área y que está con mucho trabajo pero que está feliz, porque eso es lo que le gusta y a mi me hace feliz que él esté feliz.
Y entonces me doy cuenta de que él se va a dar cuenta que yo no sé quién es, porque quizás le estoy dando mucha información, qué vergüenza, aunque la verdad, me da lo mismo si es que se da cuenta, sólo que voy a quedar como una cínica, pero quizás es mejor que parecer una egocéntrica porque hablo sólo de mi, porque no le pregunto nada de él, porque no sé si está casado, no sé si es que tiene hijos y tampoco me interesa saberlo.
Y entonces mejor no le digo nada, mejor le digo que están bien y nada más, están bien, gracias, le sonrío cínicamente, los labios los tengo partidos, secos, llenos de costras y cuando sonrío me duelen, y entonces le doy rápidamente la espalda y olvido quitarme la sonrisa cínica de la boca solo hasta que me encuentro con mi reflejo en la ventana del vagón, y ahí estoy frente a mi misma, fingiéndome a mi misma una sonrisa, engañándome como a una idiota con una mímica que rompe más la piel de mis labios. Y entonces me olvido de mi y empiezo a ver ya no por la ventana hacia adentro, sino que por la ventana hacia afuera y sí, hay agua en las calles, mucha agua, entonces sí, debe haber llovido fuerte, muy fuerte, qué fuerte que llovió el otro día escucho por la espalda y entonces me doy vuelta, con las ruinas de lo que fue mi sonrisa de ingenua vencedora, y sin pensarlo y sin manejar las palabras que se me resbalan sin que yo me dé cuenta y sin querer decirlo, sí, fuerte, muy fuerte, consiento con la cabeza para remarcar, claro qué fuerte que llovió el otro día, le digo.

miércoles, 21 de febrero de 2007

Del otoño de unos patriarcas

No quiero desprenderme de ideologías políticas con este post.

Podría decir altaneramente, como muchos, que no creo en la política, pero no lo haré, primero porque no comparto los absolutismos en ningún tema y segundo porque me falta mucho por saber. Puedo decir también que me ha tocado crecer en un país en Democracia, por lo que los derroches del poder en mi país, los he vivido por medio de otras vivencias y no considero auténtico valerme de ellos en este momento.
Hoy día, sólo podría decir que soy una espectadora más, bajo la lluvia de hojas amarillas que lanzan al viento algunos patriarcas latinoamericanos.



Para algunos héroe, para otros villano, la figura del Ché está muy polarizada.

Para lo primeros, el Ché es más que un rostro estampado en tela roja, representa un símbolo, la alegoría perfecta del idealismo a prueba de todo, un Alonso Quijano que no se volvió loco, un luchador insaciable por la causa obrera. Y porque con el “hasta la victoria siempre”, Guevara pudo llevar a cabo proyectos sociales que involucraron a todo un continente.

Para los segundos, en su mayoría voces desterradas de la isla, el Ché es el principal mentor de la dictadura comunista de Castro. Además legitimando el movimiento armado y la guerrilla, Guevara encarna al perverso luchador a muerte, asumiendo la vida de los contrarios (sin importar la cantidad) como el costo necesario para establecer la revolución socialista en países latinoamericanos.

Yo admiro al Ché.
Ahora bien, estoy en contra de la lucha armada como vía al socialismo y de la guerrilla, que no paradójicamente son las vértebras de su ideología.
Admiro el idealismo del Ché, admiro su valentía a prueba de todo, su tremendo espíritu de perseverancia, de constancia, de lealtad a su discurso, de fidelidad con los principios que lo definían y que lo movían como ser humano.

La casa donde vivió su infancia y primera adolescencia está ubicada en Alta Gracia, en Córdoba, un pueblecito con olor a tierra y sin más señalización que las grandes flechas reflectantes que indican cómo llegar a la casa del guerrillero.

La razón de este post fue el gusto amargo que me produjo encontrar entre las piezas que se rebalsaban de objetos, cartas y leyendas completas de la vida del Ché, un salón acartonado de fotografías de la visita que habían realizado los presidentes Chávez y Castro en el 2006 al actual museo.


Visita ilustre de mandatarios” de golpe en la entrada, placas grabadas con sus nombres completos y sus autógrafos estampados en las paredes y sus tremendas fotografías de libertadores de ninguna libertad, cobraban gloria, ahí, en el lugar de las glorias de Guevara.
Y entonces, me pregunto si es que el Ché se hubiera sentido a gusto con la visita de tales semblantes desfilando, en su primer hogar, como luchadores por la causa… ¿latinoamericana?

El discurso del Ché es directo, él no se pierde en los que sí pero no, en los órdenes para el progreso, en los todo por el pueblo pero sin el pueblo. Guevara es tremendamente anti-imperialista, y Chávez y Castro también, pero Guevara lo es para combatir con la desigualdad social latinoamericana, para levantar al proletariado y hacerlo conciente de sus derechos civiles, de sus condiciones humanas (así lo dice el discurso marxista).
¿Qué hacen entonces Chávez y Castro coartando las libertades civiles de su población y posando para la prensa mundial, ahí mismo donde el discurso guevarista es el que se escucha?

Fue en la caída de Batista, donde Castro y el Ché fueron compañeros de guerrilla, para iniciar una revolución social, para comenzar una nueva senda en la historia de Cuba, que terminara con las desigualdades sociales.
Batista corrompió libertades civiles para combatir al comunismo, violó fuertemente los derechos humanos y fue precisamente terminar con esa pesadilla, la bandera de lucha de Guevara y Castro, en esos momentos.

¿Y qué hace hoy día Chávez cerrando canales de televisión, privando a la propia población de sus derechos civiles, de su, por ejemplo, derecho inherente a la información?


Chávez habla de una hegemonía del Estado, eliminando así al pluralismo político.
Castro mantiene una prensa monopartidista en donde hay una sola verdad. En Cuba no existe ningún medio de comunicación masiva disidente al régimen castrista.

Creo que Chávez y Castro son los perfectos patriarcas de los que tanto habla García Márquez. El poder ensombrecido en la costumbre, en la rutina de gobernar, en el placer de saber que algo en sus vidas puede ser vitalicio.

Falta poco para que Chávez termine cambiando las nociones del tiempo o al menos de su tiempo (porque es SU país). El patriarca de García Marquez fue capaz de modelar la hora, el tiempo, porque si padecía de insomnio había que apurar al sol de la mañana y si es que sus trigales necesitaban lluvia, el cielo tenía que mandarla.
Castro es el clásico ejemplo de la permanencia inquebrantable en el poder, el del vicio solitario del otoño. Bajo su traje saturado de insignias y divisas, bajo su coraza de honores y títulos, como le pasó al patriarca sin nombre, sólo vive el rumor de cien años de gobierno que no han sido percibidos por él mismo, sólo por el tiempo flojo colado bajo su piel.

El Ché fue sobretodo austero. Estaba dispuesto a postergar las necesidades personales para defender primero las de su pueblo. Renunció a las facultades que, establecido el régimen socialista en Cuba, le ofreció Castro (Guevara murió haciendo la guerrilla en Bolivia, ya constituida en años la revolución cubana).

Chávez, se aprovecha de las facultades que le da la Asamblea Nacional. Con la última ley promulgada en Venezuela, con la ley que habilita al presidente con nuevos “superpoderes” (como los llama El Mercurio) de gobernar como a él se le dé la gana, por decreto y sin mayor control político, no hace si no asegurarse un devenir personal. Chávez no hace si no jugar a la lotería con un solo cartón a ganador, con un solo séquito de bolitas que aparecen para un único y seguro triunfador.
La actual enfermedad de Castro podría ser la equivalente al testículo herniado del general de García Márquez, la metáfora perfecta de su condición humana mortal. El nóbel colombiano dice que con la muerte del patriarca y la de su poder, “el tiempo incontable de la eternidad había terminado”.

Y entonces bastaría pensar que en esta historia, que día a día se escribe, falta quizás un nuevo actor en escena. Un nuevo personaje, un nuevo comandante, falta que Silvio vuelva a cantar “la entrañable transparencia, de su querida presencia”, para que aparezcan nuevos soñadores como el Ché, que cambien un poco el mundo.

domingo, 18 de febrero de 2007

¿Cuántas de azúcar?

Cuántas de azúcar, pregunta perdiendo los ojos en la cuchara sumergiéndose en el azucarero, que se hunde, que se pierde y por qué preguntas si lo sabes, si sabes cómo lo tomo, siempre me preguntas lo mismo, qué te crees, qué te he hecho mujer, qué, a ver, qué, dilo, dilo, y zamarreándole las manos gritaba, suéltame, no me toques, qué te has creído, qué, si te lo he dado todo, descarada, qué te has creído, y no hables porque no me interesan tus mullidos de perro atropellado, no te he hecho nada, te lo he dado todo y así me agradeces, sólo te preguntaba por las olas de azúcar que se rompen en tu hígado, por el desierto de agua que hay bajo tu piel y qué te importa, te vas a meter en mis adentros también, cállate y no hables, que las palabras se te estanquen entre los dientes, que te rasguen las encías, métete tierra en la boca y cállate mujer, cállate, que caiga el barro por las quebraduras de tu boca, no sigas por favor, te lo pido, y entonces un golpe en la sien, no, por favor en un mullido agudo, no por favor, no sigas, te amo, te amo, si? me amas?, y sabes lo que eso significa, sí, sí, nunca más, entonces prepárame el café sin azúcar, mujer, sin azúcar, mi amor.