lunes, 4 de febrero de 2008

La polémica Isla de Papas Fritas

Francisco “Papas Fritas” es su seudónimo y no tiene estudios de arte. Participa de la Sexta Bienal de Arte Contemporáneo que organiza el MNBA con un polémico montaje en movimiento que ha despertado más de alguna crítica desde la academia. Irónicas mofas al Gobierno, a la Ministra de Cultura, al Director del Museo, incluso a los mismos visitantes del lugar, son parte de su trasgresor proyecto. Una extraña apuesta que, sin duda, quedará en el anecdotario santiaguino.

Papas Fritas llega al salón del Museo y se quita la polera. Deja al descubierto las palabras “Give me un látigo” que lleva pintarrajeadas en la espalda. Debajo del mensaje, tiene tatuado el logo del Gobierno. «Pégame en el logo», le dice con cierta dificultad a uno de los incrédulos visitantes. Así como a un verdugo, una bolsa de cartón con dos orificios en la parte de los ojos, le cubre el rostro. Luego extiende uno de sus brazos para alcanzar el látigo. Un látigo de verdad. «Pégame», insiste. Con una de sus manos sostiene la cuerda, con la otra una cámara de video en ‘on’. Para darle un latigazo simple, se pagan cien pesos. Un redbull (o un latigazo más profesional), algo así como quinientos. Para escupirle, mil.

Francisco Papas Fritas es de esos trasgresores impredecibles, defensor a morir de una filosofía anti-academicista. ¿Y qué hace presentando en el Bellas Artes?, ¿cómo lo dejaron entrar para burlarse directamente de la Institución? Pues bien, el efecto sorpresa era parte del montaje, del proyecto que en la actual Bienal está representando a todos los jóvenes de la región Metropolitana, exponentes de las nuevas tendencias artísticas y que, según la historiadora de arte y curadora de la muestra, Natalia Arcos, representa, sin prejuicios, el verdadero malestar de nuestra sociedad.
Este nuevo personaje ha sido llamado algo así como la voz revelación de la última semana. El único capaz de ser consecuente con sus exigencias a la entidad encargada de promover las artes en nuestro país. El primero que estaría haciendo ruido de verdad en el ambiente. Porque dejar que le hieran su espalda no sería en vano: él estaría siendo el ‘soporte’ para que todos nos descarguemos contra la administración de las artes por parte del Gobierno.

La paradoja comenzaría a cobrar sentido cuando este rupturista se sirve de lo que critica. Porque su reclamo es directo a la institución, a la academia, al manejo gubernamental. Al “pituteo”, al lucro en las artes. ¿Y qué está haciendo? Participa de la muestra nacional más importante de arte contemporáneo que se realiza anualmente en nuestra ciudad. Su gran mofa al sistema toma forma en todo un ala del museo. Del museo que funciona como una entidad manejada por la DIBAM, que al mismo tiempo depende del Ministerio de Educación, es decir, al Gobierno. A la que sólo puedo ingresar -excepto lo domingos- pagando una suma de dinero. Papas Fritas intenta “aislarse” de todo lo que significa participar de la Bienal. Pone arena, un quitasol y monta su escenario: la polémica Isla de Papas Fritas. Y graba. Registra en su camarita los devaneos de una sociedad enferma. Recolecta material para después demostrar que con el acto, con el ‘absurdo’ de su obra, puede -y lo está haciendo- matar a más de un pájaro con un tiro.

jueves, 17 de enero de 2008

Costamagna, el regreso

Digresiones tremendamente originales, tópicos que ya se han tratado en -si no es en todos- la mayoría de sus trabajos anteriores y una impecable ambientación de provincia chilena de principios de los noventa, son algunas de las piezas que conforman la última novela de la escritora chilena Alejandra Costamagna. A tres meses de su publicación, «Dile que no estoy» fue finalista del Premio Planeta Casa América de la Narrativa Iberoamericana 2007 y ganadora del Premio de la Crítica 2007, otorgado por el Círculo de Críticos de Arte de Chile dentro de la categoría Nacional del Área de Literatura. Galardones que hablan por sí solos.


Una distancia geográfica pero sobre todo afectiva es la que separa al padre del hijo. Que Lautaro, el hijo, evada los insistentes mensajes de Miguel, el padre, no es coincidencia. Las relaciones tortuosas entre padre e hijo/a como tópico recurrente en las creaciones de la Costamagna nunca son coincidencia. El hijo/a carga con vacíos emocionales por culpa de un evidente egocentrismo por parte del padre -quien, casualmente, las hace de mamá y papá al mismo tiempo- y es por medio del silencio que el primero reprocha al segundo. Que le es indiferente. Evadiendo sus llamadas telefónicas, por ejemplo. “Dile que no estoy, por favor”, le insiste el hijo a su conviviente, incitándola a mentir, a esconderlo de su padre. Es, de hecho, una situación muy similar la que se da entre la hija y el padre en la novela de la misma escritora “Cansado ya del sol”. Mayra, la protagonista, huye de algo que no sabe (lo hace por inercia) primero con su padre y luego sin él. Incluso escapándose, escondiéndose de él.

Que el tópico principal en «Dile que no estoy» sea el del Viaje tiene mucho sentido. El viaje como una oportunidad que tiene el protagonista para evadir el pasado que lo liga a los vacíos, a esa condenada “memoria individual” a la que tanto apela la escritora en sus creaciones anteriores y a la que el protagonista sentencia desde el momento en que su madre, el único refugio que tenía a temprana edad, decide callar. Enmudecer hasta el último de sus días.


Vacíos afectivos que se fortalecen en el seno de una familia disfuncional, silencios, viaje, insomnio, de nuevo silencios, sobre todo silencios. Que los detalles más ínfimos en la descripción de un lugar, por ejemplo, cobren relevancia en la historia, teniendo o no trascendencia en lo que se cuenta. Que el protagonista prefiera callar, que esté a punto de defenderse de una ofensiva con las mejores palabras, con el mejor discurso de su vida, pero que aún así decida callar. Que opte por el silencio. Todas no dejan de ser pistas del gran acertijo que nunca termina por descifrarse en este y en otros relatos de la narradora.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Ciudadano de una Metrópolis


La fusión de disciplinas artísticas en Metrópolis Video/Danza se logra de manera implícita. Porque cuando me enfrento a este "video de danza" —como algunos podrían llamar— no soy capaz de distinguir qué va primero. Si la danza o el video. Si la presentación multimedia o la multi-artística. La propuesta, tremendamente audaz en su formato, no sólo pretende potenciar las posibilidades de una coreografía de danza. Usando un lenguaje iconográfico muy sarcástico, violento, a ratos incluso hasta agresivo, el montaje demuestra que aún hay mucho terreno por explorar en la danza. Y en el cine también.


La soberbia, la agresividad, la arrogancia, el egoísmo. El sistema en el que hoy día estamos insertos. Y del que, sin saberlo, tenemos sentido de pertenencia. La inercia del hombre, del hombre que por naturaleza busca el poder. De los hombres, porque vivimos en una sociedad de masas, que crea, como en una máquina, intelectos pre armados. Metrópolis Video/Danza justamente hace un recorrido por todos los escalafones que pasaríamos para alcanzar el éxito, ese que está ligado al poder. Ese que invita a enviciarse con él. Y del que se escapa la conciencia racional. El último escalafón, de hecho, estaría ocupado por los poseedores del poder político a nivel mundial y sería algo así como extraterrenal. Casi imposible de alcanzar por humanos comunes y corrientes.

Haciendo referencia, por medio de iconos, a la industria, a la política, a la economía, incluso hasta a los medios de comunicación, esta Video/Danza es capaz de plasmar en los cuerpos de las cuatro protagonistas del montaje, un lenguaje sumamente agresivo, crítico, alejado a las posibilidades que una danza tradicional podría ofrecer. Y se vale de la multimedia, —esa que paradójicamente tanto critica en la puesta en escena— para acentuar la ira, el estrés, la depresión, la soledad, el agitado paso del tiempo. Tópicos que, en sospechosa exageración, terminan siendo parte del lenguaje común para los que se sienten, y los que no también, ciudadanos de una Metrópolis. De la Gran Metrópolis.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Auto-fotografías de Robert Frank

Fue de los pioneros en humanizar la fotografía documental. Como cité hace un tiempo atrás en una columna, el fotógrafo chileno Juan Domingo Marinello dice que la fotografía es una “proyección de la personalidad de su propio autor”. Bajo este precepto, todos los fotógrafos plasmarían algo de subjetividad en sus trabajos. Y pienso que es así. Pero, ¿qué hay de documentar visualmente con mensajes -a veces sólo palabras- que entreguen una idea preconcebida de lo que estoy informando? Son pocos los fotógrafos que se han atrevido a insertar el lenguaje en sus trabajos. Este recurso, entre otros más, hace de la obra de Robert Frank un legado “histórico autobiográfico”. Un anecdotario personal que, de paso, nos demuestra que la cotidianeidad a veces no existe.

Una mesera agotada, me imagino, después de un largo día de trabajo. Mujeres, desde el otro lado del mesón, tomándose un café, un té, una leche, lo que sea. Comiéndose un sándwich. Situaciones absolutamente rutinarias que parecieran salir del consciente colectivo cuando se trasladan, capturadas, a un salón en donde se expone arte.
Robert Frank se atrevió a quitarle lo referencial a una fotografía. Destacan en su obra imágenes desenfocadas, sin el sentido que la escuela academicista había transmitido por años a sus contemporáneos. Pero, por qué olvidarse de la simetría, de los planos, de la configuración de una imagen, para hacer fotografía documental. Frank declaró en alguna entrevista, que la incorrección en la fotografía es, en la mayoría de los casos, la mejor técnica para hacer una representación fiel de la realidad. De la realidad como es. Es como cuando los impresionistas se inspiraron en la técnica fotográfica para poder representar el mundo. Bastaría recordar las bailarinas de Degas paralizadas en sus descansos e, incluso, recortadas por el pintor en algunos de sus cuadros, y no como el canon artístico clasicista las había retratado hasta el momento.

Cuando hablo de subjetividad dentro de su obra, me anticipo a uno de los recursos más renombrados del autor: El fotógrafo dentro de su foto. El fotógrafo y, a veces también, su esposa y sus hijos. Y aunque no sea un recurso original de Frank (Recuerdo haber visitado, hace años atrás, una exposición de fotos de la mexicana Tina Modotti repartida en dos salones. En uno de ellos se presentaba la vida de la artista, compilada en fotos personales), ni él, ni su esposa, ni sus hijos parecieran posar para las fotos. Incluso, los retratados, parecieran no advertir el momento en el que el flash los paraliza. Es desde los 60 que Robert Frank apuesta por esta rama autobiográfica en la fotografía -además del uso de textos sobre el papel-, para confundir al receptor. Confundirlo porque se vuelve imposible distinguir entre el sujeto que sale en la foto y el yo-artista que razona antes de presionar el click de la cámara. Esta técnica ha sido definida por expertos como “autobiografía visual”.

Algo similar ocurre cuando leo la palabra «Sick of goodbys» en una foto. Cuando distingo una palabra, un mensaje, incluso un icono, en la imagen. Insertar texto y/o iconos es un gran desafío para el fotógrafo. Es entregar, en las manos del receptor, una idea preconcebida de la realidad. Es desviarnos la vista. Es obligarnos a entender la imagen a partir del sentido que este yo-artista tuvo cuando -convertido en el sujeto- se pintó los dedos y empezó a escribir. Para nosotros.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Re-reinterpretaciones

El recurso meta pictórico -el pintor dentro del cuadro- de «Las Meninas» no se queda sólo en la técnica. Velásquez, apelando a la teoría platónica del espejo, reflexiona acerca de la capacidad de un artista de interpretar la naturaleza. Pero esta reflexión no se quedó ahí. Siglos después de su aparición, Picasso la retomó dándole vida a «Meninas» de atributos cubistas en 58 lienzos. Hoy día, en el actual «Homenaje a Picasso», que se está presentando en el MNBA hasta finales de enero, el británico Richard Hamilton parafrasea la reinterpretación del cubista. “Picasso’s Meninas” cuestiona lo mismo que, inicialmente, cuestionó Velásquez. Una suerte de re-reinterpretación de la naturaleza, en este caso pictórica, que nos hace recordar las primeras motivaciones del arte.

¿Qué hace en un «Homenaje a Picasso» un parafraseo a Velásquez? Para saberlo es necesario tener en cuenta que Picasso fue defensor, a morir, de los movimientos clasicistas dentro del arte y que esta afición lo llevó, incluso, a pintar 58 reinterpretaciones, en formato cubista, de «Las Meninas» de Velásquez. Pero y por qué «Las Meninas» y no otro icono del arte barroco español o del arte renacentista o del surrealista o de cualquier tipo de arte?



Según las corrientes más academicistas, el arte nace con la misión de reproducir la naturaleza a partir de una necesaria interpretación de la realidad por parte de artista. La gran gracia del original de «Las Meninas», es esta suerte de juego de astucia que propone el mismo Velásquez al receptor. Porque el pintor integra al cuadro a quien lo está mirando. Velásquez se retrata a él mismo dentro del lienzo. Y la pareja de reyes que se distingue en un espejo del fondo, sería la que está, como nosotros, al frente del lienzo. Incluso, sus bustos serían los retratados por el español dentro del cuadro. Qué hay en este cuadro si no el proceso de reproducción de la realidad a manos del artista a vista de todos. Cualquiera puede ver -sintiéndose parte el proceso- cómo un pintor pinta la realidad que tiene frente a sus ojos.


Picasso, en sus 58 versiones de la misma obra, retoma la idea de la reproducción de la realidad pero la usa para plantear, como todo artista moderno, la inexistencia de una realidad única palpable por el hombre, de una representativa del mundo, de una inmortal a los sentidos humanos. Es, quizás, el mismo discurso del que se hizo poseedor Hamilton con su parafraseo a Picasso. Ambos pintores defienden la visión heraclitiana del mundo, la del constante cambio en torno a la representatividad de mundo. El conflicto aquí es el objeto del parafraseo. Porque Hamilton dibujó a Picasso y no a Velásquez dentro del cuadro. Porque hizo merecedor a Picasso de la composición de los reyes Felipe IV y Mariana. ¿Qué es el arte si no una fiel reproducción de la naturaleza?, ¿y qué es la naturaleza si no el resultado de una paráfrasis que no da créditos al pasado?

jueves, 4 de octubre de 2007

domingo, 26 de agosto de 2007

Raúl Álvarez en el MNBA hasta el 30/09

Observar una foto e imaginarse los dos ojos que debieron estar detrás del lente que la captó, es un ejercicio que pocos hacen. El proceso de creación en un artista como el fotógrafo, pienso, recae en la capacidad de seleccionar una escena de todo el espectro y, con ella, poder comunicar. Que la subjetividad que el fotógrafo plasma en su creación no se quede sólo en el manejo de la técnica (luces, ángulos, distancias, entre otros). Que la fotografía, como dice el fotógrafo Juan Domingo Marinello, sea una proyección de la personalidad de su propio autor.

Es esta misma reflexión -la de la pertenencia entre lo fotografiado y la del momento histórico que está viviendo el sujeto tras bambalinas- la que vuelve valioso el trabajo de Raúl Álvarez. El fotógrafo chileno no sólo le hizo el frente a la compleja tecnología fotográfica de años 50, si no supo hacer de sus trabajos un fiel testimonio de sus vivencias. Porque como no existe la imparcialidad en el testimonio escrito de nuestro pasado histórico, tampoco la existe en el registro gráfico. Hay personas detrás del lente que quisieron abrirnos los ojos y ponernos alerta de algo en específico. Que quisieron hablarnos con una foto y que nosotros debemos aprender a escuchar.

Es así como el fotoperiodismo se convierte en la proyección de un momento, lugar y espacio, desde los ojos de una persona conciente de la fugacidad del tiempo. Ser el testimonio visible de un momento en la historia de la humanidad y así asegurarse de su subsistencia, fueron las primeras promesas que hizo al mundo este arte. Promesas que por lo menos Álvarez, supo cómo cumplir.

Violeta Parra. Fotografia captada por Raúl Álvarez en diciembre de 1966.