domingo, 26 de agosto de 2007

Raúl Álvarez en el MNBA hasta el 30/09

Observar una foto e imaginarse los dos ojos que debieron estar detrás del lente que la captó, es un ejercicio que pocos hacen. El proceso de creación en un artista como el fotógrafo, pienso, recae en la capacidad de seleccionar una escena de todo el espectro y, con ella, poder comunicar. Que la subjetividad que el fotógrafo plasma en su creación no se quede sólo en el manejo de la técnica (luces, ángulos, distancias, entre otros). Que la fotografía, como dice el fotógrafo Juan Domingo Marinello, sea una proyección de la personalidad de su propio autor.

Es esta misma reflexión -la de la pertenencia entre lo fotografiado y la del momento histórico que está viviendo el sujeto tras bambalinas- la que vuelve valioso el trabajo de Raúl Álvarez. El fotógrafo chileno no sólo le hizo el frente a la compleja tecnología fotográfica de años 50, si no supo hacer de sus trabajos un fiel testimonio de sus vivencias. Porque como no existe la imparcialidad en el testimonio escrito de nuestro pasado histórico, tampoco la existe en el registro gráfico. Hay personas detrás del lente que quisieron abrirnos los ojos y ponernos alerta de algo en específico. Que quisieron hablarnos con una foto y que nosotros debemos aprender a escuchar.

Es así como el fotoperiodismo se convierte en la proyección de un momento, lugar y espacio, desde los ojos de una persona conciente de la fugacidad del tiempo. Ser el testimonio visible de un momento en la historia de la humanidad y así asegurarse de su subsistencia, fueron las primeras promesas que hizo al mundo este arte. Promesas que por lo menos Álvarez, supo cómo cumplir.

Violeta Parra. Fotografia captada por Raúl Álvarez en diciembre de 1966.


miércoles, 1 de agosto de 2007

Cautivas del tiempo en el MNBA

Cuando entré a la sala Matta me pasó algo raro. Ya. Nos mandan –a los estudiantes de periodismo- a buscar historias, anécdotas en personajes comunes y corrientes, en mortales que tienen un oficio, que practican una profesión. Busquemos la forma de ser cuidadosos al entrevistar, desenredémosle la historia de su vida a la cajera del supermercado, preguntémosle qué opina del Transantiago a un ascensorista del centro. Reporteemos casos singulares para poder así mostrar qué está pasando a nuestro alrededor, cuáles son -por ejemplo- los problemas que afectan a un gran grupo de la población a partir de las vivencias de un individuo. Ahora, qué pasa cuando entro a la sala Matta y casi 60 miradas me cuentan las historias de sus vidas, me cuentan anécdotas, me dan fe de una gran problemática que afecta a un gran grupo de la población, sin que yo necesite hacerles una entrevista, sin que necesite preguntarles nada, sin que yo pueda siquiera hablar con ellas.

Raro. Raro es que yo las mire y pueda saber qué ha fijado en ellas la mirada con la que atacan, con la que se defienden del flash que las dejó paralizadas en una tela. Prejuicios, estamos llenos de prejuicios. Cuando me dicen que voy a ver casi 60 retratos de mujeres que -hoy día- están reclusas en la penitenciaria, me imagino caras con tajos, bocas sin dientes, hombros tatuados, orejas, narices y cejas perforadas. Mujeres que han atentado contra el código de la legalidad en nuestro país, que han sido tremendamente insurrectas de las normas que mueven a la sociedad y que aún así no tienen problemas para mirar de frente, para mirar a los ojos, para posarle a un flash.

Enfrentarse a un retrato cualquiera es muy diferente a hacerlo a uno que, explícitamente, hace referencia a algo. Ejemplo (que lo saco de uno de los cuadros explicativos de la exposición): tengo el rostro de un hombre viejo que ha sido fotografiado poco antes de fallecer. Pobre hombre, pienso, pobre tipo que se va a morir. Veo cómo la cara agoniza al mismo tiempo que su cuerpo, veo cómo la muerte se le asoma por los ojos. Siento lástima, pena por él. Pobre hombre enfermo, que no sabe -en el momento en que le sacaron la foto- que se morirá. Si no sé que se murió, que más da, nada de la muerte asomándosele por los ojos, nada de la cara agonizante: estoy frente a un viejo común y corriente, arrugado y canoso, como todos los que existen.

Precisamente la exposición «Cautivas», del fotógrafo chileno Jorge Brentmayer, que se está dando en el Bellas Artes, pretende “descautivar” a las mujeres de la penitenciaria que están presas del cuerpo. Pretende sacarnos los prejuicios de encima. Mostrarnos una cara sin contarnos una historia antes. Pretende mostrar rostros de mujeres chilenas, rostros de mujeres que no han sido concebidos bajo un concepto comercial, rostros que no venden en ningún lado, caras en su mayoría desmaquilladas, descuidadas.

Aún así es difícil enfrentarse al retrato y no tropezar con el título de la exposición. Cuando veo a las mujeres, rápidamente empiezo a imaginarme la situación que las llevó a estar presas. Me es difícil mirarlas como mujeres “chilenas” y quedarme ahí, quedarme en los rasgos que -por una larga historia de antepasados- han fijado un color en la piel del chileno común y responder, entonces, la siguiente pregunta: cómo son los rostros de las mujeres chilenas.

Yo por lo menos me imaginé agudos chillidos en el zamarreo con los carabineros cuando las debieron haber apresado, vi cómo –seguramente- garabateaban a gritos y lloraban amarradas a los barrotes de su celda, me imaginé cómo movían las cejas y la boca cuando maldecían a los que las habían delatado, cómo les entrecerraban los ojos en señal de intimidación. Vi homicidios, hurtos, parricidios, secuestros en los ojos de ellas.

Sabemos que las huellas del tiempo se van acomodando, en silencio, sobre nuestro rostro. Pero no sólo las huellas del tiempo, también las del corazón, las de los sufrimientos, las de las alegrías.
Sus caras contracturadas, arrugadas, con las marcas de un arrollador acné en los pómulos, eran parte de las huellas de un -seguro- sufrimiento impregnado de por vida en su piel.

Es difícil, muy difícil, sacarse los prejuicios de encima y hacer callar un poco la propia mente para poder “escuchar”. Porque quizás las palabras que se oyen en el primer contacto con los ojos de estas mujeres, son las mías y no las de ellas, son el impulso que tengo de ponerles, a presión, la palma de mi mano sobre sus bocas y no dejarlas hablar. Y hacerlas callar. A no dejar que me expliquen qué las llevó a hacer lo que hicieron, a no dejar que me cuenten qué dramas familiares cargan sobre sus hombros, qué vacíos emocionales las hicieron actuar de esa forma. A no dejarlas pedir una segunda oportunidad, a no dejarlas hablar como mujeres comunes y corrientes que reclaman ser.

Y quizás se trata de dejar que sí, de aceptar que se “descautivaron” en el segundo en el que el flash las fotografió, a que pudieron hablar con los ojos, a que quizás algunas quisieron clamar justicia, pedir siquiera perdón. O quizás no. A que por el segundo que duró prendido el flash de la cámara, dejaron de ser cautivas del tiempo en un poco más de un metro cuadrado y pasaron a ser mujeres, mujeres de rostros y cabellos descuidados quizás, pero mujeres al fin y al cabo.