jueves, 19 de julio de 2007

Tomando/perdiendo el control

Me acuerdo perfectamente el día que mi papá le sacó las rueditas a mi primera bicicleta. Tengo grabado el segundo en el que, por primera vez en mi vida, yo tenía el control absoluto de mi cuerpo en el aire, en el aire y sin que mis piernas tocaran el suelo. Aquí entro a una encrucijada porque tengo dos versiones de este mismo hecho: una en que me veo a mí «desde afuera» y una en que me veo a mí desde «mí misma» (esta requirió más trabajo mental).

Sé perfectamente el lugar en donde aprendí a andar sin rueditas; camino y paso todos los días por ahí. Hoy día, caminando por ahí, puedo verme a mí misma arriba de la bicicleta, chillando de felicidad, cargando piñas de eucalipto en mi canastilla delantera y apretando fuerte una bocina que sonaba como corneta de cumpleaños. Luego me veo a mí misma ideando, desde el momento en que me subo a la bicicleta, la manera de frenar al borde de la vereda para poder terminar el viaje sin rodillas rasmilladas que lamentar.

Cuando intento mentalizarme desde «mí misma» en esa “primera vez”, en quien era yo a los seis, siete años, tengo la sensación de que en este terreno del que hablo, nacían de la nada montículos empinados y que era muy difícil llegar, llegar, llegar arriba y luego bajar sin perder el equilibrio; llegar, llegar, llegar y luego bajar. Tengo la sensación de haber andado a gran velocidad, esquivando pendientes muy altas, disfrutando y sufriendo a la vez; disfrutando de la emoción que era tener el control de mi cuerpo en el aire, sufriendo por haber alcanzado este mismo control por primera vez, por ya no poder contar con el auxilio de las rueditas a los lados, por tener que aceptar que el viaje en bicicleta iba a depender de mi adiestramiento del manubrio y de nada ni nadie más.

Es raro, lo de las dos versiones, obviamente influye mi edad y mi visión del mundo desde el metro y treinta centímetros que debo haber medido. También influye tanto el desgaste de la memoria como el haber visto, en el mismo lugar, a otras pequeñitas dando su primer paseo en bicicleta y confundir historias y versiones en estos últimos años.

Mi primera experiencia en un auto fue dramática, muy dramática. La primera vez que lo eché a andar, lo hice en reversa y sin saber diferenciar el embriague, del freno, del acelerador. Craso error: En el momento en que debí frenar, aceleré. Dos segundos después de haber puesto la reversa, yo estaba incrustada en el tronco del árbol del vecino. Minutos después de salir del auto, dije (con todos los vecinos de la cuadra llevándose la mano a la boca), tenía como 14 años, que no, que nunca más me iría subir a un auto, que “era mucho el control que tenía de mi vida arriba de un auto”. Recuerdo haber dicho estas palabras en la cocina de mi casa dirigiéndome a todos los que estaban ahí ese día, con mis tías abuelas halagando lo que yo decía con sonrisas tiesas, mirándome con cara de “qué hace esta mocosita hablando de la vida”. Luego vuelvo al momento en el que estaba arriba del auto, en el que ni siquiera el adiestramiento de un manubrio que alcancé después de hartos años de haber andado en bicicleta, me servía para evitar el accidente, en el que sentí el fuerte impacto del árbol con la maleta del auto, en el que incluso segundos después de que el motor se parara, no podía despegar mis manos del manubrio.

Hace poco también tuve un accidente, mucho más grande eso sí. Perdí el control del auto por sesenta metros a más de 80k/h y experimenté la misma sensación que las otras veces. El manubrio, supuestamente el eje conductor, el principal eje conductor del auto ya no conducía nada, se disparaba para todos lados y mi vida ya no dependía de mí, de mis decisiones, de mis experiencias de vida, de mi experiencia en el manejo. Mi vida pasaba como en una proyección de data show y el tiempo, adentro del auto, se detenía. El tiempo se detenía en el momento en el que mi vida se transformaba en una marioneta del destino, en el que me aferraba con todas mis fuerzas a un manubrio que ya no servía, en el que apretaba las dientes, en el que contraía el cuello, en el que el corazón golpeaba contra mi pecho y respiraba rápido, en el que sólo suplicaba. En el que sólo suplicaba que el auto frenara, que fuera frenando hasta llegar al borde de la vereda y así, poder bajarme tranquilamente, tocar la tierra fime con mis pies, terminar el viaje sin -mucho más que- un par de rodillas rasmilladas que lamentar.

Quizás la vida se reducía a eso, pensé en ese momento y aún lo pienso. A no confiarse en que siempre vamos a tener el control del manubrio, a que el precio de la libertad es caro pero que hay que saber pagarlo. Que hay que estar preparado a que los frenos a veces no frenen, a que el manubrio no siempre se pueda maniobrar y a que, aunque sea extremadamente difícil, hay que sacarle las rueditas a la bicicleta para aventurarse a vivir, a vivir de verdad.


3 comentarios:

* dijo...

Es muy bueno tu blog, Muriel. Me gustan las reflexiones que haces a partir de temas, recuerdos, historias... todo tan pero tan cotidiano. Saludos!

Anónimo dijo...

excellent blog, Muri. Good post. I use to think about that, too. When i was eighteen, my mother obligated me to learn to drive. I didn't want to learn. I was happy moving in public transport and i always made to myself the same question: why is human being so stupid? why do they risk their life riding in cars?
As you can imagine, now I'm one more of the millions of car drivers. As life, guess.

Anónimo dijo...

Muriel: sos una persona muy linda, en todo, eso se nota. Saludos desde Uruguay. Rafael